13/2/09

Episodio XXXV: "Buenos muchachos"


(en donde el inspector Ludueña se enfrenta al caso más difícil de su carrera, Papá logra vencer los prejuicios de su rígida educación sexual y el abuelo Strómboli decide que ya tomó demasiada sopita light )


Este folletín posmoderno ha virado definitiva y posmodernamente del melodrama al thriller psicológico. Bueno, no sabemos si psico o sociológico, la cosa es que en ambos casos queda bien y suena bastante a la moda.
Papá, un tipo que lo más peligroso que ha hecho en su vida es subirse, una vez, a la montaña rusa del Ital Park, acaba de ser secuestrado por un grupo comando que, de paso, arrasó con cuanto billete encontró a su paso en el banco en donde había ido a pedir trabajo.
A bordo de un auto que ronronea sedosamente pese a ir a respetable velocidad, encapuchado y con muchas ganas de hacer pis, Papá todavía no se puso a pensar que éste podría ser su último paseo. Roguemos que siga en esa bendita inconsciencia.
Mientras tanto, en la residencia Pérez Strómboli, el resto de la familia, al tiempo que se entera por televisión de que el jefe nominal de la casa ha sido secuestrado, recibe la visita de dos inspectores de Interpol. El inspector Aquiles Ludueña está tratando de explicar el caso a Mamá, el abuelo Strómboli y Malena. Los chicos y el Cachafaz fueron oportunamente enviados a investigar si llueve en el shopping.
- Oiga – le está diciendo Mamá a Aquiles Ludueña– Usted dice que es de Interpol, pero es argentino.
- Precisamente, señora. Pertenezco a la sección argentina de Interpol.
- Interpol: internéishonal polís ¿Entiende? – dice el otro supercop, deseoso de intervenir en la
conversación y, a juzgar por las miradas que echa al escote de Mamá , no sólo en la conversación:
ya dijimos en algún capítulo anterior que Mamá está bastante buena.
- Buonarotti: por favor – ordena Ludueña, que al parecer es un jefe que conoce bastante bien a sus subordinados – Le decía, Señora, que el caso está bajo nuestro control y no hay de qué preocuparse.
- Pero la televisión dice que mi marido es gerente de ese banco y mi marido no es gerente de nada. Ni
siquiera trabaja...
- Ya sabemos eso, señora. Déjeme que le explique: creemos que a su marido se lo llevaron por error. A juzgar por lo que logró escuchar la secretaria, a quien se querían llevar era al gerente. Su marido estaba ahí, en la oficina. Y parece que se confundieron.
- Pero la televisión dice que...
- La televisión dijo lo que nosotros le dijimos que diga, señora – tercia, un tanto redundante, Buonarotti, que está que se sale de la vaina- y lo de usar la foto del currículum, bueno, fue idea mí...
- Buonarotti: : hágame un favor, vaya a hacer guardia a la puerta – interrumpe secamente Ludueña. Buonarotti dice “estáaa bieeeen” y sale. Ludueña suspira y continúa: - El caso es complicado, señora Pérez...
- Strómboli. No uso el apellido de casada...
- ...señora Strómboli... Como le decía, estamos frente a una situación compleja porque...
- Compleja las polainas... – opina don Strómboli – digan por televisión que se equivocaron de tipo y chaupinela...
- Las cosas no son tan simples, señor... señor...
- Strómboli. Yo también uso el apellido de soltero.
- ¡Papáaaa!
- Como decía...- Ludueña comienza a sospechar que tiene un caso más que difícil entre manos – como decía, la situación es compleja. Miren, voy a serles absolutamente franco: hay pocas posibilidades de que el señor Pérez salga con vida de esto- mueca de espanto de Mamá, que no tiene un solo vestido negro en el placard - Y menos posibilidades aún si se enteran de que no es Bevilacqua... Bevilacqua es el gerente...
- ¡Quiero a mi marido acá, haciendo zapping! – dice furiosa Mamá. Hay que ver lo linda que se pone cuando se enoja.
- Entiendo, señora... – largo resoplido de Ludueña – Como dije antes, quiero serles franco. Hace rato que andamos atrás de Bevilacqua. Y de otra gente. Ésta puede ser una gran oportunidad para hacer una buena limpieza. Si decimos públicamente que se equivocaron de tipo, a su marido lo matan. Discúlpeme la brutalidad, pero así son las cosas. Ahora, mientras crean que tienen a Bevilacqua, su marido está a salvo, nosotros ganamos tiempo y así podemos darles un buen golpe – llevado por su propio entusiasmo, Ludueña da un golpe de puño sobre la mesita ratona. Un platito con lemon pie pega un saltito y cae, leyes de Murphy mediante, boca abajo sobre la alfombra que mandaron limpiar la semana pasada. Esto es demasiado para Mamá, que se desmaya un poquito.
Mientras tanto, después de recorrer un largo camino hacia las afueras de la ciudad y de dar varias vueltas, el auto en el que un encapuchado Horacio Pérez aguanta las ganas de hacer pis llega a destino. Pérez siente que lo agarran de un brazo y lo arrastran fuera del auto. Papá, que no en vano se ha pasado la vida viendo películas policiales, escucha con atención: cada sonido puede ser una pista útil después. ¿Después de qué? Papá prefiere no contestar su propia pregunta. Antes de que lo empujen al interior de una habitación con bastante olor a humedad, alcanza a oír el transparente canto de una calandria. Como pista es bastante pobre, pero canta lindo el bichito, Dios lo guarde.
En la casa de los Pérez Strómboli, Mamá sale a tomar aire para recuperarse de su desmayo pero también para alegría de Buonarotti, que de inmediato comienza una maniobra de aproximación absolutamente contraindicada por el manual de Interpol.
Ludueña pide permiso para usar el teléfono. Malena toma del brazo a Strómboli y se lo lleva un poco aparte.
- ¿Qué hacemos? – pregunta en un susurro
- Vos quedate con María Laura, y de paso me espantás a ese moscardón- Strómboli, padre siciliano al fin, señala a Buonarotti a través de la ventana- Yo voy hasta el locutorio a hacer un par de llamadas.
Strómboli camina decidido hasta la puerta, se detiene, piensa un poco, vuelve, camina hasta la mesa, se zampa tres tajadas de gruyere, camina hasta la heladera, toma un par de tragos de vino, abraza a Malena y dice chau.
A muchos kilómetros de allí, Papá se arranca la capucha y busca desesperadamente un baño. Pero la habitación en la que está tiene sólo cuatro paredes y una puerta. Su buena educación le impide orinar en algo que no sea un inodoro, un mingitorio o al menos un triste excusado. Finalmente vencen las leyes de la naturaleza. Se dirige al rincón más alejado de la cama y allí hace aguas. Bueno, en realidad no las hace, sino que le salen de adentro. Una vez que su vejiga alcanza la paz, comienza el tormento para su cerebro. Se da cuenta de cuánto extraña a sus hijos, a su mujer y hasta al insufrible de su suegro. Papá se derrumba en la cama y se traga un sollozo, porque acaba de darse cuenta de que esta escena no es parte de una película. Ni siquiera de una dirigida por Martín Scorsese o Francis Ford Coppola.

(continuará)

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