14/2/09

Episodio V: “La vida es un tango”


(en donde el Cachafaz se enfrenta a las consecuencias ineluctables de su desborde fisiológico, mamá protagoniza una breve escena digna de una película de John Carpenter ( incluyendo voraces insectos a punto de desencadenar una invasión) y el abuelo Strómboli y el Cachafaz parten hacia rumbos inciertos pero prometedores)



Después del caótico amanecer del que fuimos inocentes testigos en el capítulo anterior, las cosas han quedado así: la mayor parte de la familia ha partido hacia sus cotidianas obligaciones. El Cachafaz, cediendo a urgentes necesidades fisiológicas acaba de arruinar la alfombra beige del living. El abuelo Strómboli, previendo la que se viene, ha optado por una estratégica retirada hacia su cuarto. Mamá está en la cocina, tomando un café frío y lánguido y haciendo dibujitos con el dedo índice sobre el azúcar que ha desparramado sobre la mesa. Cada tanto, un suspiro arroja unos cuantos granitos de azúcar a través de la habitación. Los dulces cristales vuelan hasta debajo de la mesada, para beneplácito de una hormiga que justo pasaba por ahí. Animalito con sentido de la solidaridad social si los hay, allá va la hormiga a transmitir a su millón de hermanitas la ubicación exacta del inesperado tesoro. Mamá decide afrontar el día, se levanta con un último suspiro y comienza a caminar hacia el living.
Es una lástima que los medios escritos no dispongan de los mismos recursos técnicos que el cine y la televisión, así que pediremos a los lectores amantes del cine de aventuras que se imaginen la escena en cámara lenta: mamá caminando con paso elegante, realzado por las ondulaciones del vaporoso salto de cama blanco (no estaría mal que la prenda se abra unos centímetros, dejando entrever apenas un blanco destello del muslo, un toque de interés para el espectador masculino, ya que mamá es una señora todavía en edad de merecer) Primer plano del rostro cansado pero decidido de mamá, inspeccionando el desorden dejado por la desbandada. Corte a primer plano del Cachafaz, que la saluda con alegre batir de cola. La cámara ahora enfoca los ojos de mamá, que quedan detenidos en un punto fijo. Corte a la mancha de pis, todavía humeante. Corte a los ojos de mamá, que se desorbitan. Corte a primerísimo primer plano de la boca abriéndose en un grito desgarrador, amplificado hasta la tortura por el absoluto silencio en el que transcurre la escena. Corte a primer plano del Cachafaz, que primero inmoviliza la cola y después deja caer lentamente las orejas: el efecto es como que se escurre y se amustia como perejil mojado. Corte a primer plano de mamá. La escena vuelve a velocidad y banda sonora normal:
-¡Caachafaaaz! ¡¡¡¿Qué hiciste?!!! ¡Si te agarro te mato, perro de...!
Aquí asistimos a una típica escena de vodevil: mamá y Cachafaz corriendo alrededor del sillón. Aparece el abuelo Strómboli.
- Hija, qué pasa – como si no lo supiera, el muy hipócrita.
- Papá – dice mamá entre dientes – llevátelo ahora mismo.
- Adónde querés que lo lleve.
- No sé. Al veterinario. A la perrera. A la calesita. A cualquier lado lejos de mi vista. – Las palabras salen de la boca de mamá como alfileres de la boca de un sastre que acaba de estornudar.
- Bueno, si me lo pedís así...
La plaza está a unas pocas cuadras de la residencia Pérez Strómboli. Hacia allá se dirigen el abuelo y el Cachafaz. Es similar a cualquiera de las plazas de cualquiera de las ciudades de cualquier país occidental y cristiano, así que no desperdiciaremos espacio en describirla. Baste decir que hay muchos bancos disponibles, que en uno de ellos se sienta el abuelo Strómboli, no sin antes liberar al Cachafaz de la ignominiosa correa. El abuelo saca un libro del bolsillo y se dispone a leerle algunas páginas al animalito, el único miembro de la familia lo suficientemente gentil como para escucharlo de vez en cuando.
- Fijate lo que dice acá: “La ocupación del espacio público es directamente proporcional a la salud mental de los habitantes de una ciudad”. Mirá la plaza – la mano del abuelo Strómboli señala los espacios casi desprovistos de presencia humana – Cuando yo era pibe esta plaza estaba llena de gente. Jugábamos a la mancha, a la escondida... las parejas venían a afilar, las madres paseaban a los bebés, los ... ¿Cacha? ¿Adónde te metiste?
El abuelo Strómboli se levanta penosamente, la quinta vértebra lumbar opina que deberían quedarse sentados un rato más, y sale a buscar al perro. No le gusta no tener con quien conversar. El único lugar posible en donde puede estar el Cachafaz es detrás de unos arbustos que ocultan la esquina norte. Y hacia allí se dirige el abuelo Strómboli. Al llegar lo primero que ve es a una hermosa mujer joven, veintiocho o treinta años, con una correa en la mano y la boca abierta. La mirada, desconcertada, fluctúa entre el horror y la diversión. Lo segundo que ve el abuelo Strómboli, es al Cachafaz, que la está pasando de primera montado a una fox terrier de purísima raza. La mujer es, a todas luces, la dueña de la fox terrier y parece a punto de desmayarse.
Por un rato los dos se quedan mirando el espectáculo, que no deja de tener aspectos edificantes. La joven, saliendo de su estupefacción, mira alternativamente al abuelo y a la feliz pareja canina.
- Ese... perro... ¿es suyo?
- Sí, bueno, más o menos.
- ¿Y se va a quedar ahí sin hacer nada?
- Bueno... no creo que el Cachafaz necesite ningún tipo de ayuda...
La joven abre la boca, todavía no sabemos si para reírse o para mandar al viejo a freír espárragos. Pero la sonrisa del abuelo Strómboli es todavía irresistible. Y se echa a reír. El abuelo Strómboli se ríe también, aunque se reserva un segundo para admirar la blanca dentadura de la muchacha.
- Bueno, creo que, dadas las circunstancias, sería bueno que nos presentemos: Strómboli, Juan Carlos Strómboli, y le sale igualito que a Sean Connery: Bond, James Bond.
- El joven aquí presente- dice señalando al Cachafaz, que por el momento no está para presentaciones ni buenos modales urbanos- responde al nombre de Cachafaz Pérez Strómboli... – y hace una pausa.
La chica se prende en el juego:
- Malena Lezcano y... Lupita – señala con gesto gentil a la fox terrier que los está mirando con cara de yo no tengo nada que ver.
- La señora Lupita – dice el abuelo Strómboli señalando a su vez, para subrayar el cambio de estado civil de la pichicha. La chica se ríe otra vez y el abuelo Strómboli piensa en calandrias y en una pradera verde en la que resplandecen crocos, alhelíes y otras florecillas silvestres.
- Bueno, creo que no queda más remedio que armarse de paciencia... Si gusta sentarse... – indica el banco más próximo, bañado, ahora por el más tibio de los soles.
- Con mucho gusto, señor... ¿Strómboli?
- Puede decirme Juan Carlos, señorita Lezcano.
- Entonces, por favor, llámeme Malena.
- Malena. Le voy a ahorrar el chiste de preguntarle si canta el tango como ninguna.
- Gracias. Ya me lo hicieron demasiadas veces. Aunque ¿sabe? No conozco ese tango...
- Entonces permítame que se lo cante.
- Qué loco.
- Loco sería si no me dieran ganas de cantar después de escuchar una risa como la suya.
La joven no dice nada, pero el rubor que le viene subiendo por el cuello es más que elocuente. El Cachafaz y Lupita están cola con cola, dándose la espalda, como si fueran absolutos desconocidos. En la residencia Pérez Strómboli, allá lejos, ha comenzado la invasión de las hormigas. Aquí, en la plaza desierta, sólo se escuchan los pájaros y una voz que sube entre los árboles que parecen brillar un poco más al sol de las once de la mañana.

...a yuyo de suburbio
su voz perfuma,
Malena tiene pena
de bandoneón...

(continuará)

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