14/2/09

Episodio XXX: "Percanta que me amuraste"


(en donde Mamá decide tomar al toro por los cuernos, una metáfora muy bien puesta en este caso, y hábilmente induce al abuelo Strómboli a que vaya a ver a Malena, que, como ya sabemos, ha recibido una misteriosa visita masculina)


- Mami... ¿qué le paza al abuelo? ¿Ze murió? – pregunta Emanuel, al advertir que su abuelo, después de arrojarle unos cuantos balines de plástico con su flamante pistolita de aire comprimido, no se ha movido ni ha rezongado siquiera el mínimo vital y móvil.
Mamá echa una mirada a su papá, que sigue en estado semicatatónico desde que Malena lo mandó a dique seco.
- No, mi amor, el abuelo no se murió – dice Mamá con esa sonrisa pedagógica que le sale tan bien. ¿Ves que todavía hecha humo?...- en efecto, la pipa del abuelo permanece encendida día y noche. Mamá le permite ahumar cortinas y paciencias, un poco por compasión y otro poco porque esa nube de humo ajeno le permite esconder o al menos postergar el momento de decirle a su padre que ha visto a Malena arrojarse, literalmente, en brazos de otro hombre.
Hace menos de una hora que Mamá, disfrazada de Avispón Verde, ha comprobado que la susodicha recibió en su departamento a un señor que, caramba- piensa mamá- parecía tener la misma edad que el abuelo Strómboli. A esa chica algo no le funciona. Mirando su reloj, Mamá calcula que todavía está a tiempo. Tiene que enfrentar a su padre con la verdad. Su progenitor necesita un tratamiento de shock. Mamá decide jugarse el todo por el todo. Va y se para frente a su padre:
- Mirate un poco, papá... vos sufriendo ahí como un chico y, quién sabe, ella ya está en otra cosa... – convengamos que lo de mamá no es muy sutil.
- Dejame en paz.
- ¿Por qué no vas hasta la casa y enfrentás la situación? Y de paso le pedís que me devuelva la fuente de porcelana que le presté – dice mamá, uniendo lo útil a lo agradable. Ha llegado la hora de la venganza, je, je, je.
El abuelo Strómboli está hecho puré, pero no lo suficiente como para no darse cuenta que su hija ha decidido hacerle la vida imposible. Puede quedarse ahí y aguantar la munición gruesa de la artillería filial o salir y dar una vuelta. Ni loco va a ir a ver a Malena. Le dio su palabra de mantenerse lejos. Pero la insidia de su hija le queda picando en algún rincón de su castigado subconsciente.
Strómboli se levanta. Sus vértebras lumbares protestan de manera casi audible. Son la única parte de su cuerpo que asumen la edad que les corresponde y de paso le recuerdan que ya está más cerca del arpa que de la guitarra. “Mientras hay dolor hay vida” piensa Strómboli con ese pesimismo filosófico de cuarta que lo caracteriza. Llama al Cachafaz y le muestra la correa. El animálculo comienza su número de circo habitual: saltos de canguro, cabriolas y carreritas que terminan de muy mal modo cuando Emanuel se le echa encima con todo el peso de su cuerpo y lo inmoviliza el tiempo suficiente como para colocarle el collar.
Así que ahí van, hombre y perro, perro y hombre, rumbo a la placita donde el hombre conoció a Malena y el perro a Lupita, la fox terrier de Malena. Masoquismo puro. Pero el abuelo pertenece a la vieja escuela romántica. “Polvo serán, más polvo enamorado” le recita Strómboli a sus vértebras mientras se sienta en el banco a sufrir gozosamente. Qué tipo. El Cachafaz, que nunca leyó a Quevedo, demuestra un sentido de la practicidad realmente canino y, olfato mediante, comienza a seguir un tenue rastro de feromonas que le recuerdan días mejores. Las feromonas fueron dejadas, no hay duda, por la casquivana Lupita, que terminó prefiriendo a un setter irlandés, amalaya, triste destino el de los machos de esta familia. “Malena, Malena querida, soy yo, soy Strómboli”... parafrasea Strómboli. El Cachafaz (que tampoco leyó a Borges porque, además de resultarle muy complicado, el viejo ciego le dedicó un poema al gato Beppo, una ofensa difícil de perdonar) no está para citas literarias. Siguiendo las urgencias de la carne se encamina derechamente al edificio en donde vive su amada Lupita. Sin darse cuenta de lo que realmente está haciendo, Strómboli lo sigue. Frente a la entrada del edificio el Cachafaz se pone a dar los consabidos saltos de canguro. El abuelo Strómboli levanta la vista y ahí ve, a través de la ventana del segundo piso, la inconfundible silueta de Malena muy cerca de la inconfundible silueta de un hombre. Un hombre que, obviamente, no es él. Toda la sangre siciliano- calabresa de Strómboli entra en ebullición. Envuelto en la nube roja y negra de la ira y los celos, aporrea el portero eléctrico.
- Abrime por favor – dice con un susurro ronco cuando Malena pregunta quién es.
Después viene un silencio que dura una eternidad. Bueno, no tanto. Digamos que dura unos cuarenta y siete segundos.
Un leve zumbido franquea la entrada. Strómboli y el Cachafaz se meten al ascensor. Van dispuestos a pelear por sus hembras. En realidad el Cachafaz está bastante sosegado: el tipo, teniendo en cuenta el tamaño del setter irlandés, prefiere una solución conversada.
Strómboli toca el timbre del departamento. Un cuchillo de hielo le está abriendo un tajo desde el corazón a la garganta. El Cachafaz siente ganas de hacer pis. La puerta comienza a abrirse. Aparece Malena, con la mano en el picaporte y los ojos llenos de lágrimas.
- ¿Quién es, Male? – pregunta una profunda voz de barítono desde el interior del departamento. Malena no contesta. Más bien pega un saltito de susto, porque el Cachafaz, oliendo a Lupita, acaba de hacerle cañito entre las piernas, dándole un poco de cosquillas.
- Pasá – le dice Malena a Strómboli. Strómboli entra, caminando como si se dirigiera al patíbulo. La puerta se cierra lentamente, dejándonos afuera.
Tanto el narrador como los lectores se quedan mirando estúpidamente un cartelito pegado en la puerta con cinta scotch que dice: continuará.

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