14/2/09

Episodio XVII: “Moscato, pizza y fainá”


(en donde Mamá se vuelve muy popular entre una familia de gorriones, Papá se da de bruces, literalmente, contra su propio destino y el abuelo Strómboli improvisa una clase magistral de geopolítica)


Después de la estremecedora escena en la confitería, Mamá, en estado de shock, sale a deambular por la ciudad. En el pelo le quedan todavía pingajos de mousse de chocolate y miguitas de bizcochuelo de vainilla. Se sienta en una plaza. Y llora silenciosa pero desconsoladamente.
Está tan quieta que un gorrión, animalito cauto si los hay, se anima a acercarse cada vez más. Como quien no quiere la cosa, el bicho da unos saltitos de costado alrededor de los pies de Mamá. Ante la falta de reacciones adversas, termina posándose en su cabeza. Comienza a picotear delicadamente los restos de torta. O a los gorriones les gusta mucho la mousse o en esta ciudad hasta los pajaritos pasan hambre: la cuestión es que en pocos minutos, de los eucaliptos circundantes baja toda la parentela del primer gorrión y comienza a revolotear alrededor el banco en donde está sentada Mamá.
Y así la ve Papá, desde lejos: las manos sobre el regazo, la mirada perdida en el polvo y las hojas secas que cubren el suelo, la cara surcada de lágrimas que abren caminitos brillantes entre las manchas de chocolate. Y nimbada por una nube de pájaros. Una madonna de Boticelli caída en desgracia.
Ni siquiera un contador puede resistir tanta belleza. A Papá se le derrite el corazón. Pero no se atreve a acercarse. Algo se ha roto para siempre. Al menos eso teme. Con un hondo suspiro se da vuelta y comienza a caminar en sentido contrario al que venía, arrastrando los pies. Una artera raíz de olmo se le engancha en el empeine del pie derecho. Papá cae como una bolsa de papas. Es evidente que con estos payasos resulta imposible escribir una escena dramática como la gente, así nunca vamos a ganar el premio Planeta. Cuando termina de escupir las hojas secas, Papá abre los ojos. A centímetros de su nariz estalla luminoso un cantero repleto de rozagantes marimoñas, las flores favoritas de Mamá. Papá, que es medio alcornoque, tarda un rato en entender que ésta es una señal del destino.
Pero todavía le queda suficiente cacumen como para darse cuenta que es ahora o nunca. Coge un manojo de florecillas de colores diversos y encamínase hacia la sufriente madonna que todavía advertido no ha la presencia de aquella triste y lacedemónica figura. A todas luces, el Congreso de la Lengua está surtiendo efecto, mirad qué castizos nos hemos puesto y con qué florida elocuencia se despliega, crece y fructifica nuestra verba, coño.
Papá se para enfrente de Mamá. Se arrodilla y deja el ramito de marimoñas a sus pies. Mamá levanta lentamente la vista. Se miran a los ojos. Mamá extiende una mano y acaricia la nuca de Papá. Papá termina de rendirse y se abraza a sus rodillas. Mamá apenas puede contener un sollozo, pero es suficiente para que a Papá se le abran las compuertas del alma.
Nos alejamos en puntitas de pie, dejándolos abrazados, llorando un llanto de esos que limpian todo a su paso.
Qué buen momento para terminar el capítulo. Lástima que faltan unos dos mil ochenta y siete caracteres para llegar a los cuatro mil quinientos que nos hemos comprometido a entregar todos los viernes. Es dura la vida del escriba mercenario.

Así que démonos una vuelta por la residencia de los Pérez Strómboli. Mamá ha dejado a cargo de la familia al abuelo Strómboli. A esta mujer le gusta coquetear con la catástrofe. Hay que decir que la benigna influencia de Malena Lezcano ha logrado aplacar en parte el carácter volcánico del abuelo, que últimamente está más tratable, aunque eso no es mucho decir.
El abuelo ha decidido que es un buen día para comer ñoquis caseros. Bajo el lema de “la tierra para quien la trabaja y los ñoquis para el que ayude a amasarlos” Don Strómboli ha logrado organizar a la horda de sus descendientes en lo que le gusta llamar “brigadas juveniles”. Ahí tenemos a los brigadistas Carla, Sebastián, Dante, Lautaro y Emanuel alrededor de la mesa de la cocina. El único que parece disfrutar de la situación es Emanuel, a quien le encanta fabricar los choricitos de pasta. Es cierto que para él esos choricitos no son tales, sino pitones, anacondas y boas constrictoras, y no hay forma de hacer que las largue de manera voluntaria, menos para que los insensibles de sus hermanos las corten en pedacitos del tamaño de un ñoqui. El abuelo, consciente de que siempre hay que unir teoría y praxis, aprovecha la línea de producción en serie que los mismos chicos han organizado para explicarles, según ese modelo didáctico, los orígenes y alcances socio-geopolíticos de la Revolución Industrial.
Llevado por su entusiasmo propedéutico, el abuelo aprovecha que el suelo de la cocina está cubierto por una capa de harina de unos tres milímetros de espesor y allí dibuja un mapamundi que utiliza para ilustrar la división internacional del trabajo.
Acto seguido organiza una dramatización. Divide a la brigada en países desarrollados y subdesarrollados. Estos últimos deben producir harina y exportarla. Los países desarrollados fabrican con esa harina los ñoquis, se quedan con una buena parte y el resto se los venden a los primeros al triple de su valor original. Los productores de harina se quedan sin plata. Deben pedir dinero a los países industriales. Una parte del préstamo es plincajeado por funcionarios y empresarios corruptos. El primero en caer en la cuenta de la injusticia fundamental de este sistema planetario es el tercermundista Emanuel, que grita, compungido:
-¡Yo no quiero zer un paíz zubdezarrollado! - y acto seguido ataca a las potencias dominantes a ñocazo limpio. Los países desarrollados arman una coalición y contraatacan con todo lo que tienen, es decir, con tres fuentes llenas de ñoquis. Carla, Dante y Emanuel, los subdesarrollados, organizan una guerra de guerrillas. Pronto, la atmósfera de la cocina se cubre de proyectiles pringosos que la surcan cual misiles tierra – tierra.
Alejándose un poco de la batalla campal, el abuelo Strómboli sonríe satisfecho: nada enseña tanto como la acción y la experiencia directa.
Como es un abuelo responsable no puede permitir que los chicos hagan la guerra con la panza vacía, así que marca un número y con voz cantarina pide dos muzzarellas, dos napolitanas y seis porciones de fainá. Y después va hasta la heladera y se sirve un buen vasito de moscato, bien frappé.



(continuará)

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