14/2/09

Episodio XXII: “No pienses más, sentate a un lao”



(en donde el narrador se toma de un trago una infusión de Schopenhauer, Kafka y Discépolo y así le va)



El narrador de este folletín posmoderno debe confesar que se esgunfió. Esgunfiarse es algo terrible. Comparada con el esgunfie, la depresión es un paseo a Disney World. “Esgunfie” es una palabra muy vieja, muy fuera de moda. Tanto así que Roberto Arlt le dedicó una de sus “Aguafuertes porteñas” allá por la década del treinta del siglo pasado. Según Arlt, el esgunfie es algo así como una fiaca metafísica, un cansancio cósmico, un embole a niveles subnucleares, una huelga de brazos caídos de protones, neutrones, electrones y quarks. El esgunfie es la quintaesencia de la filosofía pesimista: algo así como un cóctel de Schopenhauer, Franz Kafka y Discepolín. Bueno, así estamos.
¿Y por qué estamos así?
Qué sé yo. Una de las condiciones que distingue a un verdadero esgunfie es su falta de causas inmediatas. Un tipo se levanta un día, según Arlt, y dice: “me esgunfié”. Y listo. Su vida se detiene. De ahí en más se dedica a tomar mate, fumar como un escuerzo y mirar por la ventana a la gente que pasa por la vereda. El esgunfie puede durar media hora o seis años. Para el esgunfiado es lo mismo, porque dentro de él el tiempo se detiene y, por lo tanto, se hace eterno.
Claro que estos tiempos posmodernos no son los más adecuados para disfrutar, si cabe la palabra, de un buen esgunfie. Hace setenta, ochenta años, el esgunfiado tenía derecho a un lugar dentro de la sociedad. Es más, según Arlt, el tipo que se esgunfiaba era tratado con respeto y hasta con reverencia por la mayoría de la gente del barrio. Es que no se trataba de un simple vago. Un esgunfiado era considerado un filósofo en camiseta, un oráculo atorrante, un semidiós sin afeitar al que hay que ofrendar en silencio mate dulce y bizcochitos de grasa.
La posmodernidad no permite el esgunfie. Y si lo permite, lo mira con malos ojos. Es que el esgunfie no sólo es improductivo desde el punto de vista material: a través de la lente atrozmente lúcida del esgunfie, cualquier pelafustán comprende la inutilidad de los esfuerzos humanos: todo es igual, nada es mejor... Y eso no es nada bueno para la economía de mercado.
Los tiempos que corren obligan a la actividad constante, a la productividad, a la eficiencia. Hay que estar siempre ocupado, en movimiento, contestar seis llamadas de celular cada diez minutos, correr cinco kilómetros, trabajar catorce horas seguidas, ir al shopping dos veces por semana, dos al cine, cambiar el auto, comprarse un dvd y un televisor de doscientas pulgadas que no vas a poder sentarte a mirar porque hay que salir corriendo a ganar más plata para comprarse el de doscientas cincuenta. No hay lugar para la vacilación. Mucho menos para el esgunfie. Eso está muy mal visto. O, en el mejor de los casos, resulta incomprensible.
Por ejemplo, el narrador no puede presentarse ante la redacción de este diario y decir:
- Esta semana no hay Pérez Strómboli.
- ¿Por?
- Porque me esgunfié.
- Vas a tener que ir al traumatólogo. Acá a la vuelta hay uno muy bueno. Siempre hay mucha gente, así que podés aprovechar el tiempo en la sala de espera para escribirme el capítulo veintidós. Para hoy a las seis de la tarde, porfi.
- No me esguincé: me esgunfié.
- Entonces tomate un ibuevanol y listo: capítulo veintidós, seis, seis y media, como mucho.

Entonces el narrador, que además de su esgunfie debe cargar ahora con la cruz de la incomprensión, va al kiosco, pide una tira de ibuevanoles, miente confusamente que son para su sobrinita, que está en esos días, se dirige a su sucucho, prende la compu, se manda dos cápsulas al hilo, abre el word, escribe “capítulo XXII” y ahí se queda, mirando la hoja en blanco, que, vamos, ni siquiera es una hoja, es apenas una ilusión cibernética que brilla desde la pantalla de fósforo o lo que sea.
No hay caso.
Los Pérez Strómboli, a quienes dejamos la semana anterior a bordo de un micro rumbo a unas vacaciones que prometen ser apoteóticas, deberán continuar viajando una semana más. Y no solamente eso, además deberán compartir el escaso espacio del micro con un pasajero que apareció ahí, de la nada y sin equipaje.
El polizón es, por supuesto, el esgunfiado narrador, que se limitará a mirar por la ventanilla durante todo el resto del viaje: un poste, una vaca, un poste, una vaca, mientras se toma un mate que de tanto en tanto le alcanza el abuelo Strómboli, viejo zorro que de esgunfies la sabe lunga. El narrador acepta los mates de don Strómboli con silencioso agradecimiento. Tal vez esos mates ayuden. Y también los bizcochitos de grasa que le convida la linda Malena Lezcano. Y también el avioncito de papel que le da en la nuca, para regocijo de Dante, Lautaro y Emanuel.
Y el narrador piensa que el esgunfie todavía existe, aún en este siglo veintiuno más problemático y más que febril.
Pero que también, por suerte, existe alguna gente sensible que, a despechos de los tiempos que corren, todavía sabe respetar y acompañar el esgunfie ajeno con una callada, tímida, hermosísima solidaridad.
Y con sólo pensar esto, comienza a vislumbrar el fin de su esgunfie. Y siente, vuelve a sentir, que, al final del camino, tal vez no dé lo mismo haber sido ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón.

(continuará)

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