14/2/09

Episodio XVI: “Apocalipsis now”



(en donde, después de hacer profesión de fe democrática, el narrador delega sus funciones específicas en una cámara de cine, a Mamá le convidan torta y asistimos a una espectacular persecución callejera, todo bien Hollywood, nada de Dogma 95, que termina con más tortas, bifes y castañas)


Después de un escrupuloso escrutinio democrático, la cruda realidad: la mayoría de los lectores que, responsablemente, enviaron su voto, optaron porque Mamá le diga a Papá la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Auch.
Efectivamente, hubo un setenta y dos por ciento de respuestas “a”. Un setenta y dos por ciento de ciudadanos, y ciudadanas, que se jugaron por la sinceridad absoluta. Todo muy lindo, pero la que tiene que dar la cara es Mamá.
Además, es muy reconfortante eso de pensar que el pueblo nunca se equivoca. Pero permítasele al narrador de este pastiche posmoderno poner un poco en duda tal aserción: alcanza con recordar los resultados de las elecciones de la década del noventa. Resultados que, en el futuro no tan lejano en el que sucede esta historia, los Pérez Strómboli todavía están pagando con sangre, sudor y lágrimas. En fin, para concluir con otro lugar común, digamos que no hay sistema de gobierno perfecto y que la democracia es el menos peor. Hecha nuestra profesión de fe democrática, vayamos a los bifes. Literalmente.
Plano general de confitería paqueta. Corte a primer plano de mesa engalanada con blanco mantel. Unas manos depositan una enorme torta de cumpleaños. La cámara se aleja un poco y vemos que alrededor de esa mesa están sentadas unas amables viejecitas que se encuentran festejando el onomástico de la mayor de ellas. En la mesa del fondo están Papá y Mamá. Mamá está hablando. Papá revuelve su café interminablemente. No podemos escuchar lo que está diciendo Mamá, un poco porque Joaquín Sabina canta a demasiado buen volumen y otro poco por el batifondo que hacen las octogenarias, que son maestras jubiladas. Mamá mira a Papá y dice una frase de un tirón. Papá pega un respingo, volcando el pocillo de café. Mamá hace un gesto con ambas manos, como diciéndole “calmate un poco”. Papá se levanta de un salto y le tira con la cucharita. Cámara lenta. Las viejitas comienzan a girar la cabeza hacia la mesa del fondo. Papá camina hacia la cámara. Específicamente hacia la torta. Toma la bandeja y vuelve hacia donde está Mamá. Papá levanta la torta por encima de su cabeza. El mozo y una de las viejitas se levantan y comienzan a correr hacia Papá. Cámara lentísima. Primer plano de la cara del mozo que abre la boca en un grito interminable y que suena bastante gordo: ¡noooooooooo....! Tarde. Mamá ya está hecha un asco. Chorrea mousse de chocolate hasta por las orejas. Dos rodajas de durazno en almíbar agregan su toque de color vivaz: no olvidemos los aspectos estéticos del drama. La cámara vuelve a su velocidad normal de veinticuatro fotogramas por segundo, que son bastantes. La viejecita llega hasta mamá, le lanza una mirada entre la conmiseración y el desprecio y le arranca la velita que le ha quedado incrustada a Mamá en el rodete.
Papá ha salido hecho una tromba. Hecho una furia. Hecho polvo. Camina sin sentido y casi sin sentidos. Decimos casi porque evidentemente no ha perdido el del gusto. Mientras camina se chupa los dedos. Papá es fanático de la mousse de chocolate.
Munidos de un steady-cam que permite estabilizar la cámara evitando esos feos barquinazos tan desprolijos, seguimos a papá en su carrera hacia ningún lugar. Momento. Papá se detiene. Pero la cámara sigue de largo y se queda un rato enfocando a un vendedor de panchos, que saluda con la manito. Breve desconcierto del cameraman. La cámara busca a papá. Allá va. Ha cambiado de dirección y ahora camina con paso decidido. No sabemos adonde va. Pero podemos imaginarlo. Uy. uy, uy. Acá arde Troya.
Primer plano de chapa de bronce que dice “MARCELO GÓMEZ BOURGUIGNON – SIQUIATRA”. El detalle es para aquellos lectores un poco lentos de entendederas. De nada.
Papá abre la puerta de la antesala del consultorio. Hay un señor alto y de barba en la sala de espera. Esto desconcierta un poco a Papá, que no esperaba terceras personas en la escena. Se sienta al lado del señor alto y de barba, que está quieto, muy quieto, casi rígido.
-Perdón, ¿no sabe si el doctor está con alguien? - fuerza una sonrisa Papá.
El tipo gira los ojos, pero no la cara, como si tuviera el cuello duro.
- No, está solo, hablando por teléfono. Me dijo que esperara. Es la primera vez que vengo... A mí me lo recomendó un amigo. Me vine desde Puerto Madryn.
- Perdón, ¿pero usted no tendría que ir mejor a un traumatólogo?
- Ojalá, mi amigo, ojalá fuera un problema de huesos... – el tipo baja la voz hasta un susurro imperceptible - ¡me estoy convirtiendo en monumento!
- ¿Qué?
- Lo que oye. Primero empecé a escuchar voces. Pasaba por una plaza y ¡zas! escuchaba hablar a las estatuas... Ahora están tratando de convertirme en una. ¡Para mí que quieren dominar el mundo! – el tipo extiende una mano con esfuerzo – Carlos Nacher, mucho gusto.
Papá le toma la mano, que, efectivamente, parece de mármol.
- Perdone... ¿le importaría si entro a intercambiar una palabras con el doctor...?
- Haga nomás...
En ese momento se abre la puerta del consultorio. Papá se levanta y enfrenta al doctor
Gómez Bourguignon
- Oh, no – dice el médico, reconociéndolo.
- Oh, sí – dice papá tomándolo de las solapas, metiéndolo adentro y cerrando la puerta
con el pie.
Rogamos a los lectores que se tomen el trabajo de imaginar cinco minutos de violencia extrema. El narrador es pacifista. Gracias.
Sale Papá. El señor alto y de barba se asoma a mirar el estropicio.
- Creo que el doctor no va atender por un par de días. ¿Me acompaña? – dice Papá
amablemente, mostrando una faceta de humor cínico que no le conocíamos y que abre interesantes perspectivas para este personaje.
- No, gracias – dice Nacher - Mejor me quedo a reanimarlo, al pobre. Al fin y al cabo uno
no tiene el corazón de piedra.



(continuará)

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