14/2/09

Episodio XX: “Bim, bam, bum”



(en donde todo el mundo, inclusive el narrador, trata de hacer las paces con su maltratado hígado, se planifica la cena del 31, el abuelo Strómboli se va por el túnel del tiempo y al final hay un destello de nácar bajo las luces de neón)



Los Pérez Strómboli no escarmientan: todavía tienen los hígados en estado de coma 4 por las comilonas del 24 y 25, y ya están planificando las del 31 y Año Nuevo.
El narrador tampoco escarmienta. Obviamente no cumplió su promesa de comer livianito y tomar poco en Nochebuena. Y para Fin de año no ha querido hacer ninguna promesa que casi le daría vergüenza no volver a cumplir, así que estuvo toda la semana mandándose al buche bombas de profundidad tipo sertal y buscapina, para encarar la Nochevieja como se debe: la mente relajada, el corazón alegre y el aparato digestivo templado y afinado como un Stradivarius.
- Yo creo que tendríamos que pasarlo en lo de la tía Anita- dice Mamá, que quiere zafar por una vez de trabajar como una burra.
- ¡No, mamá!¡Por favor! – gritan espantados los chicos. La tía Anita es una viuda lúgubre, que se asusta de los cohetes y acostumbra a amenizar sus veladas con discos de Stockhausen y Bela Bartok.
- Entonces vamos a comer a un restaurante – sigue Mamá con su táctica de zafar como se pueda.
- ¿Tenés idea de lo que nos saldría? – gime Papá, que además del hígado ha quedado con las finanzas a la miseria.
- Además yo quiero estar cerca de lo de Sebastián – refunfuña Carla.
- Y en loz reztoranez no ze admiten animalez – dice Emanuel, abrazando al Cachafaz.
- Ufa. Al final siempre termino trabajando yo sola y no disfrutando nada – resopla Mamá.
- Nosotros te ayudamos, mami – dice Dante.
- Sí. Jajá. Mucho ayudan ustedes.
Mientras se desarrolla esta amena discusión, el abuelo Strómboli cierra los ojos y se va de un viaje a su viejo barrio. El almacenero don Pancho y el fierrero Muzzapappa están estacionando sus camiones en las bocacalles a uno y otro lado de la esquina central. El tarta Antotonio, el electricista del barrio, dirige el colgado de la ristra de lamparitas de 100 watts que la cruzará en diagonal. Un grupo discute en la casa de quién se enchufará esta vez la guirnalda luminosa. El Gallego, que acaba de sacarse la grande, ofrece la suya y todos aplauden. Alguno dice por lo bajo que el amarrete éste bien podría pagar aunque sea la sidra y el pan dulce. Los jóvenes van sacando mesas, sillas, manteles y armando un cuadro desparejo bajo las luces. En las cocinas de esas dos cuadras, las mujeres cargan fuentes y fuentes de todo lo que tienen, que a veces es poco y humilde, pero siempre sabroso. El Gordo Poletti trae en su camioneta los tambores de doscientos litros. Atrás vienen Strómboli padre y el tío Salvador con sendas carretillas cargadas de barras de hielo. Desde todas las casas empiezan a llegar las botellas de vino, cerveza, sidra, bidú cola y aquellos sifones de nariz de metal. La tía Anita todavía no es ni tía ni viuda ni lúgubre ni escucha a Bartok y canta “Se dice de mí” como la propia Tita Merello. El abuelo Strómboli se ve a sí mismo dándose los últimos toques en el pelo engominado y jurándose que sí o sí esta noche la saca a bailar a Elenita, la sobrina del gallego, que lo tiene a mal traer con sus dieciséis años y su fingido desdén y que al final de aquella noche le daría el beso más dulce de su vida. Durante la comida los tanos cantan “A marechiare” y “La mamma di Rosina era gelosa, bim, bam, bum”. Después de la comida los hermanitos Bentivoglio sacan sus acordeones nacaradas y tocan “Pájaro campana”, y las mellizas paraguayas de enfrente, gordas y hermosas como una luna guaraní, bailan incansables haciendo equilibrio con una botella de sidra en la cabeza, mientras Juan Carlos Strómboli se acerca con las palmas empapadas de sudor frío hasta la silla de Beatriz y tartamudea algo parecido a una invitación a bailar, previo pago de soborno a los hermanitos Bentivoglio para que después de dos pasodobles toquen una de Paul Anka, bien lenta.
- Papá... ¡Papá! ¿Te quedaste dormido?
- No, hija, estaba pensando, nomás, pensando que... tengo una idea... ¡hagamos una fiesta en la calle, con todos los vecinos!
- ¿Con los vecinos? ¡Si no conocemos a nadie, casi!
-Por eso, hija, por eso...
- Pero abue, eso es una... ¡taradez! – dice Carla
La discusión fue larga. A pesar del ferviente deseo del abuelo Strómboli (y el del narrador, hay que reconocerlo, que también tiene su corazoncito) la idea no prosperó.
El abuelo salió a dar una vuelta, cabizbajo. Después de unas cuadras, al pasar por un locutorio, giró de repente, entró, pidió una guía y una cabina. Hizo tres o cuatro llamados.
La noche del 31 los Pérez Strómboli la pasan en su casa. También están Malena, su mamá y la tía Anita. A pesar de que hay el doble de comida que en Nochebuena, el abuelo Strómboli apenas si prueba bocado, ocupado como está en consultar a cada rato el reloj. Malena lo mira, preocupada. Nunca lo había visto tan callado. Tampoco entiende por qué Juan Carlos ha insistido tanto en que se pusiera un vestido azul cielo. Dan las doce. Besos y abrazos y brindis y alguna lágrima aquí y allá. Cuando los silbidos y los estruendos de los cohetes y los fuegos artificiales empiezan a amainar, por una de las ventanas abiertas entran, como desde muy lejos, los compases del valsecito criollo “La vestido celeste”. El abuelo Strómboli le ofrece, muy galante, el brazo a Malena y la invita a salir a la calle. Allí, sentados en unos banquitos colocados justo bajo la luz de neón de la esquina, están los hermanitos Bentivoglio. Gordos. Pelados. Uno de ellos ha perdido una pierna. Pero el nácar de los acordeones relumbra bajo las estrellas, y los tangos y los pasodobles suenan mejor que en el mejor de los recuerdos.
Juan Carlos Strómboli toma a Malena del talle y la lleva a girar y a girar. Y se van muy lejos, envueltos en aquel liviano vals. “Es de miel el besar de mi correntina” canta bajito Juan Carlos Strómboli, y recibe el segundo beso más dulce de su vida.
Papá y Mamá, un poco abochornados, se van acercando como quien no quiere la cosa. Y al rato, mal que mal, se prenden con un foxtrot. Con las cumbias se animan los chicos. Y hasta la mamá de Malena. Sebastián llega con una parejita de amigos, que al rato están bailando marcha al son de los pasodobles. Mientras el Cachafaz le ladra a los acordeonistas y es corrido a cohetazos por Dante y Lautaro, la tía Anita viene caminando despacito, le da un beso a cada uno de los Bentivoglio y después se manda su mejor versión de “Se dice de mí”. Un vecino se cruza con una botella de champagne. Y después otros cuatro o cinco. Y nadie más. Pero la farra y la charla y las canciones durarán hasta el amanecer.
El resto de los vecinos se limita a mirar por entre las celosías de los ventanales. Nunca sabremos si esas miradas nacen desde el desprecio o desde la envidia o desde el mero quiero y no puedo. No importa, porque tal vez, en el fondo, sean la misma cosa.
Los mirones, después de un rato, apagan las luces y se van a dormir. Cosa difícil de lograr, lamentamos tener que decirlo, con ese batifondo que están metiendo los malditos Pérez Strómboli.

Fin de la primera parte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario