14/2/09

Episodio IX Edición especial: “La increíble y triste historia del Cachafaz Pérez Strómboli y su abuelo desalmado”


(en donde a pedido de algunos lectores, intrigados por saber de donde sacaron los Pérez Strómboli a su estrambótico perro, rara mezcla de muppet y Mendieta, publicamos un capítulo especial que cuenta la descarnada verdad de sus orígenes)


Muchos lectores, y algunos zoólogos, han manifestado interés por conocer la procedencia del Cachafaz. Estos últimos opinan que algún gen mutante debe tener, porque si no este bicho no tiene explicación. Por otra parte, los lectores inclinados al sentimentalismo y a ver el mundo color de rosa, gustan de imaginar que el Cachafaz llegó a la vida de los Pérez Strómboli hecho una tibia, pequeñísima bolita peluda, un primoroso bebé-perrito. Nada de eso. Lamentamos tener que desilusionar a estos lectores, pero en la realidad las cosas sucedieron de otra manera. El Cachafaz llegó a la casa de esta buena gente hará cosa de más o menos un año, siendo ya todo un señor perro. En realidad más que un perro, era una comunidad hippie tipo las del Bolsón. Con el pichicho venía incluida toda una próspera colonia de pulgas, garrapatas y otros bichos cuyos nombres no nos atrevemos a poner por escrito. Imagínense el aspecto, entonces.
La cosa empezó aquel día que... ¿cómo? ... ¿Que qué pasó con papá y su decisión de tomar la Empresa? Nada. Qué va a pasar. Que mamá lo agarró en el garage, adonde papá había ido a pintar una bandera que decía “Yanquis: get back” (la empresa donde trabajaba papá es norteamericana) y, como amorosa esposa que es lo disuadió, por su propio bien, de la determinación que había tomado. Usó todos los argumentos que tenía a mano para convencerlo: razonó, acarició, lloró, advirtió, amenazó y cumplió su amenaza dándole unos cuantos tubazos en la cabeza con el aerosol rojo que papá estaba usando. Nada más. Papá volvió al zapping, mamá a pelear con el abuelo Strómboli y nosotros tuvimos que inventar este capítulo especial. ¿Tá?
Como decíamos, la cosa empezó aquel día que Emanuel vino a casa con la novedad de que en el jardín habían organizado, para la semana siguiente, una Exposición de Mascotas. Hasta aquí todo muy bien, salvo que, en la residencia Pérez Strómboli lo más parecido que había por entonces a una mascota era el abuelo Strómboli, un bicho difícil de convencer para que se preste a esos menesteres. Mamá es alérgica a los gatos y papá no quería tener perros que le llenen de pelos el sillón de hacer zapping, así que la cosa estaba peliaguda. En un rapto que creyó ingenioso, papá se apareció al otro día con una tortuga.
Manuel la miró largo rato con sus ojitos curiosos y después exclamó, entre el sollozo y la indignación: “¡No quiero tu azqueroza tortuga! ¡Quiero un perro, y uno que camine y ladre, no un bebé!” Al otro día papá se apareció con un conejito de indias. Emanuel quiso ahogarlo en el inodoro. Mientras le pasaban el secador de pelo al bicho para devolverlo en buenas condiciones a la veterinaria, el abuelo vio su oportunidad de vengarse de mamá, que no lo dejaba fumar habanos en el living y dijo: “El nene quiere un perro. Y no un cachorro, sino uno adulto. Yo sé donde conseguir uno ahora mismo” Resignados, papá y mamá le dieron el okey.
Y allá fue Don Strómboli, rumbo la Sociedad Protectora de Animales, donde conocía a una señorita a quien había tratado de seducir, inútilmente, diciéndole que los viernes de luna llena se convertía en lobizón, pero uno vegetariano, como ella.
Cuando llegó, el batifondo era infernal. Más de doscientos pichichos esperando un dueño que los sacara de esa vida inhumana, o in-perruna, si se me permite la expresión. Un olor de perros. Todos bien cuidados y alimentados, eso sí, pero más solos que un perro. Su amiga, que en el fondo lo apreciaba, quiso darle a elegir entre los mejores ejemplares: trajo un cuasi ovejero alemán, un collie trucho, otro con cara de irlandés, bastante parecido a un labrador. “No, no” - decía el abuelo- “Quiero algo especial... algo como... como... ¡eso!” . Eso era el Cachafaz, que, claro, todavía no se llamaba así, sino que le habían dado el nombre provisorio de “Mushqui”, porque parecía una “mushquita muerta”. El estado de este pichicho era lamentable. Había llegado hacía poco vaya a saber de dónde, y todavía no habían podido sacarle ni la décima parte de los bichos y las pestes que traía encima. “Estás seguro? - le preguntó incrédula su amiga – “Como que me llamo Strómboli” – respondió el abuelo con una sonrisa mefistofélica.
Y así fue como Cachafaz ingresó a una vida, no sabemos si mejor, pero sí diferente. Ahora está gordito, su pelaje, o parte de él, brilla sobre el sofá de papá y además tiene una reserva de energía que hace que el abuelo Strómboli, designado desde el vamos como su paseador oficial, se lamente amargamente más de una vez por haber abierto la boca. Emanuel tuvo al fin su mascota, a quien exhibió orgullosamente entre sanbernardos, rottwilers, chihuahuas y demás pichichos de alcurnia. Eso sí: tardaron como dos días en convencerlo de que esa cosa que había traído el abuelo era un perro y no una zarigüeya o un marsupial australiano.


Continuará

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