14/2/09

Episodio XI: “La vie en rose”



(en donde el narrador se permite rezongar un poco contra las injusticias de la lengua castellana, Malena Lezcano demuestra que es un minón imbatible, mamá se mama porque nadie la mima y el Cachafaz demuestra sus conocimientos empíricos acerca del efecto Doppler)



Haga el lector (o la lectora, que estos son tiempos políticamente correctos y es necesario eludir de alguna manera estas injusticias en cuestión de género a que nos obliga la lengua castellana) haga la prueba de ver la vida a través de una copa de buen vino. Especialmente en esos días en que todo parece carecer de sentido. Esos días en que uno, o una, siente “baja, en pulgadas, la genial pesadumbre”, según supo decirnos el poeta y profeta César Vallejo ( y dale con el idioma y sus injusticias: “vallejo” significa “valle pequeño”, una simple cañada de morondanga. Muy inadecuado para uno de los más profundos poetas de la lengua castellana)
Haga la prueba de mirar la vida a través del líquido aterciopelado y acariciante y después me cuenta.
Justamente eso es lo que está tratando de hacer Mamá, aunque después de la quinta copa de cabernet ya no está ni para contar ovejitas. Mira a través de la copa a su flamante madrastra. La voz de Edith Piaf gorjea “La vida en rosa”, pero mamá está viendo todo color rojo sangre. La maldita Malena Lezcano es perfecta. Doblemente perfecta si tenemos en cuenta que es varios años más joven que Mamá. Mamá gira el periscopio vitreovinícola y verifica la dirección de la mirada de todos los varones de la familia. El abuelo Strómboli mira a Malena. Dante mira a Malena. Lautaro mira a Malena. Bizquea un tanto. El Cachafaz mira un poco a Malena y otro poco a las sobras del pollo relleno. Y, lo que es absolutamente gravísimo, Papá también mira a Malena. Mamá siente ganas de gritar.
Recapitulemos un poco, en atención a ese lector, o lectora, un poco caído/a del catre que recién ahora ha comenzado a entretenerse con esta intrascendente diarionovela posmoderna: asistimos a una cena de lujo en la residencia Pérez Strómboli. La ocasión lo amerita: el abuelo Strómboli está presentando a la familia a su novia Malena Lezcano, un bomboncito irreprochable que ha venido acompañada de su señora madre, una señora que, a pesar de estar finalizando su séptima década, todavía es capaz de atraer varoniles miradas. Ni hablar de la hija.
La muy recontramaldita (el narrador está adoptando decididamente el punto de vista de mamá: alguien le tiene que dar bola, pobre mujer) los tiene a todos embobados contando sus experiencias como alfabetizadora entre los indios tobas. Mamá, sin dejarse enternecer, trata de encontrarle el flanco débil con preguntas incisivas y arteras que omitiremos piadosamente, dando sólo lugar a las respuestas de Malena: “no, eso fue antes de recibirme de antropóloga... me lo banqué traduciendo del francés a Levy-Strauss”... “Sí, francés, inglés, italiano y un poco de alemán”... “No, japonés, no, todavía”... “Sí, me gusta cocinar. Comida griega, sobre todo”... “No, bandoneón no toco. Violoncello sí: algo de Bach y de Vivaldi. Vos estás muy pálida: ¿te sentís mal?”
Mamá no se siente mal: se siente morir. Como en un déjà vu, bastante berreta por cierto, mamá sabe que ahora papá va a decir:
- ¿Violoncello? ¿Tocás el violoncello? ¡Acá tenemos uno, mirá qué casualidad! Se lo compré el año pasado a la Pichu, que quería aprender, pero al final no empezó nunca... ¿no’cierto, Pichu?
La Pichu asiente con una sonrisa, pero la sonrisa se debe a que se imagina degollando a su consorte con el arco del violoncello. Por un momento imagina las tensas crines de caballo chorreando sangre tipo A factor RH negativo y es sumamente feliz. Pero como dice Serrat: la verdad ni es triste ni tiene remedio: allá va Lautaro a buscar el violoncello.

El décimo movimiento de “Las cuatro estaciones” de Vivaldi está sonando majestuoso, vibrante y triste entre las paredes de la sala de la residencia Pérez Strómboli. El Cachafaz aprovecha que todos se han trasladado al living para zamparse las sobras del pollo relleno. Después se dirige con paso sereno y el corazón y otras vísceras rebosantes de amor a la vida a averiguar que es ese batifondo interesante que están haciendo los humanos. A este bicho es evidente que lo único que le falta es hablar, porque como cantar, canta. El pichicho se acomoda a los pies de Malena y comienza a emitir un largo aullido en la bemol, que desciende bruscamente a más o menos un fa sostenido después del pisotón en el rabo que le propina Mamá, logrando que el Cachafaz ejecute una convincente representación del efecto Doppler. El mismo fenómeno que sirvió para comprobar que las locomotoras pasan de acá para allá y que el universo está en constante expansión. Exactamente igual al papelón que está haciendo Mamá.
El concierto se interrumpe bruscamente. Todas las miradas van hacia Mamá. La de la madre de Malena es especialmente helada, lo cual recuerda a Mamá, en mala hora, que la anciana dama digna es presidenta honoraria de la Sociedad Protectora de Animales.
Mamá mira sucesivamente a cada uno de los presentes, cierra los ojos, hace un puchero encantador y después huye emitiendo un gemido que recorre vistosamente toda la escala cromática. Gran consternación de la concurrencia. La única que atina a reaccionar es Malena, quien, dejando delicadamente el violoncello sobre el sofá, corre tras la pobre desgraciadita.
Mamá está hipando sobre el edredón blanco de su cama. Malena se acerca y le acaricia el pelo. Mamá se incorpora bruscamente y la mira con ojos desencajados y arrasados en lágrimas (Acá sería conveniente que el lector/a tararee alguna melodía triste, tipo “Adonde vas con este sol”, el tema de Juan Moreira, gracias, muchas gracias), como decíamos, Mamá mira a Malena y balbucea entre dientes:
- Yo...yo...te... yo te... ¡te quiero mucho, buaaaaahhhh!
Malena abraza a Mamá mientras mira desconcertada al abuelo Strómboli, que acaba de aparecer en el hueco de la puerta. Por detrás de la espalda de Mamá, los dedos de la mano derecha de Malena se juntan formando un pequeño cono y se agitan repetidas veces en sentido vertical. En respuesta, el dedo índice de la mano derecha del abuelo Strómboli se dirige a la altura de la sien, también derecha, y efectúa una serie de rápidos giros.
Puede dejar de tararear, amigo/a lector/a. Mamá ya está durmiendo la mona. Y no sueña con angelitos, precisamente.

Continuará

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