14/2/09

Episodio I: “La cena está servida”


(donde asistimos a una típica cena familiar, los personajes hacen su presentación en sociedad, y el lector avispado comienza a intuir que vendrán tiempos peores)


La escena está situada en cualquier ciudad argentina, en un futuro no muy lejano, o, en todo caso, en un presente no demasiado futuro, si es que se puede llamar futuro a esto que nos espera.
Los Pérez Strómboli constituyen la típica familia de clase media del primer cuarto del siglo XXI: asumimos que se trata de una familia por el hecho de que viven todos juntos y también por razones de comodidad narrativa. Tratar de explicar los lazos de sangre y de otros tipos que unen a sus miembros sería meterse en problemas, y ya bastante complicada es la vida. Digamos, entonces, que viven bajo el mismo techo, que la mayoría se quiere bastante entre sí y que, en ausencia de afecto, bienvenido sea el mero aguante.
La familia se encuentra reunida en torno a la mesa. Papá, mamá, tres hijos aportados por anteriores matrimonios y el hijo en común de ambos, alegría del hogar. También están el abuelo Strómboli y el perro Cachafaz. Por si hace falta aclararlo: Cachafaz es ese animal que roe un hueso debajo de la mesa. El abuelo también está royendo un hueso, pero sentado en una silla, y mientras su dentadura está a punto de rendirse frente al recio fémur de cordero que sostiene entre las manos, se las arregla para recitar un par de estrofas del Martín Fierro, hazaña decididamente fuera del alcance del Cachafaz. Es que, como ya sospechará el lector, a este perro sólo le falta hablar.
- Los hermanos sean unidos/ porque esa es la ley primera...
La andanada poética va dirigida a los dos hermanos mayores, que no paran de sopapearse en la nuca.
- Abuelo: no hablez con la boca llena. Ez asqueroso.
- Más asqueroso es que haya gente que no tenga con qué llenarse la boca, nene...,
- ¡Papá ¡Te dije que no hables de esas cosas cuando está el nene: después sueña ...
- ...porque si entre ellos se pelean / los devoran los de ajuera...,
- ¡El abue no zabe hablar! ¡Ze dize “afuera”, no “ajuera”!
- Bueno, así hablaban los gauchos...
- ¿Qué zon los gauchoz?
- Mano de obra barata, nene, y carne de cañón de los ricos, eso eran los gauchos- mirada furibunda de mamá. -
- Si los cañones no zon de carne...ji. ji, ji, ¡Eztá loco el abuelo...!
- Che, que no me dejan escuchar el noticiero – impone un poco de cordura papá.
- Bueno – dice mamá mete los cubiertos en la ensaladera – vos también podrías participar un poco de la conversación, pichu...
- ¿Y cuándo querés que me informe? ¡Cómo si fuera idea mía no estar nunca en casa!
- Idea mía no es.
- ¿Ah sí? ¿Y cómo pagamos lo del año pasado?
“Lo del año pasado” es un viaje a España. El tema sale a relucir, por uno u otro motivo, cada vez que la cosa comienza a ponerse áspera.
- Eso tampoco fue idea mía. Yo quería ir a Machu Picchu, ¿te acordás, picchu?-
- ¿Y qué caraj... qué me importa Machu Picchu a mí? Yo quería conocer Galicia. ¿Y vos sabés el olor que tienen los coyas, además? No aguantarías ni un minuto en Machu Picchu, vos...
- María Laura me dijo que hay más alemanes y japoneses que otra cosa. Y los japoneses no sé, pero los alemanes son gente como nosotros. Hasta te diría que son mejor que nosotros...
- Eso mismo decía el Adolf- terció el abuelo Strómboli.
- Qué Adolf, abue - pregunta la nena con su habitual entusiasmo.
- Un amigo de tu mamá... – mirada asesina de mamá.
- Qué Adolf, abue – insiste la nena.
- Hitler, nena, Hitler… - rezonga el abuelo.
- Ah, el de los bigotitos así – la nena se coloca dos dedos sobre el labio superior. El abuelo se para de un salto, levanta el brazo y grita un ¡Sieg, heil! que hace que el Cachafaz salte como un canguro electrocutado y se estampe contra la parte inferior de la mesa. Lloriquea , pero igual se las arregla seguir comiéndose el garrón, que para eso vino al mundo. El abuelo lo levanta con ambas manos y lleva las partes pudendas del Cachafaz hasta la altura de sus ojos:
- Hummmm... – dice el abuelo con acento austro-alemán y todo - ... mirren lo que tenemos aquí... un perrito judío pinchila cortada... ¡juden rat! ¿Qué hacemos con él? ¿ mandamos a cámarra de gas o hacemos jabón con linda ratita judía y gordita?
- Mejor hazemos jabón, abue, en el baño no hay máz – opina sensatamente Emanuel, el menorcito. El Cachafaz, sin soltar el hueso, mira a cada uno de los presentes tratando de entender qué pasa. Por las dudas mueve un poco la cola. Mamá, que hasta el momento ha mantenido la frente apoyada sobre ambas manos, baja éstas con ademán cansado pero majestuoso y dice:
- Papá: dejá a ese perro y por favor dejá de enseñarle esas cosas al nene. Emanuel: está muy mal hacer jabón con los perritos, ¿entendiste mi amor?
- Zí, mami.
- ¿Y con la gente?- no puede dejar de meter la cuchara el abuelo Strómboli.
El bramido de una motocicleta cubre, por suerte para el lector sensible, el resto de la conversación. Carla salta de su asiento.
- Pá, vamos un rato al shopping con Seba.
- Bueno.
- ¿Y a qué van al shopping, che?
- Y a qué vamos a ir, abue, a mirar... La gente. La ropa. Qué sé yo.
- ¿Y no se les ocurre nada mejor que hacer?
- Juan Carlos - dice papá - es mejor eso y no que ...
- ¿Vaya al telo?
- Con usted no se puede hablar, Juan Carlos.
-¿Qué ez “altelo”, abue?
- A ver, papá, explicáselo vos...
- Bueno, mirá nene, un tel...
- Ni se te ocurra. Emanuel: a la cama.
- Ufa. ¿Me contáz un cuento, pa?
- No mi amor, estoy cansado. Pero vení a mi cama y vemos una de terror.
- Zoz bueno, papi.
- ¿Te ayudo con los platos, hija?
- No, gracias, mejor sacalo a dar una vuelta al Cachafaz.

Al escuchar las palabras “vuelta” y “Cachafaz”, el susodicho se convierte en la versión canina de El Dr. Jekill y Mr. Hide, pero peor, por lo sobreactuado: sube de un salto a la mesa, barre las dos últimas copas del juego, mordisquea los restos del asado, brinca sobre el sofá como una cabra demente, vuelca una silla y después se sienta, como si nada, puro ojos y lengua afuera, a esperar que le pongan el collar.
- Pobrecito, estuvo todo el día sin salir – dice con una tierna sonrisa mamá, que justo en ese momento se da vuelta y por eso, piadosamente, no alcanza a ver cómo el Cachafaz sale volando del tremendo patadón que el abuelo Strómboli acaba de pegarle en el culo.

(continuará)

Episodio II: “Demasiado viejo para el rock, demasiado joven para morir”


(donde se hace un pequeño resumen del capítulo anterior, se describe el paisaje circundante, aparecen ciertos personajes más bien secundarios y el Cachafaz, después de hacer las paces con el abuelo Strómboli, demuestra mal que mal sus dotes musicales)


La semana anterior, el lector ha tenido el privilegio de asistir a una típica cena de los Pérez Strómboli, una familia “all’uso nostro” del primer cuarto del siglo XXI, es decir: la historia transcurre en un futuro no demasiado lejano, por lo que estamos autorizados a sospechar que cualquier parecido con la realidad actual no es mera coincidencia.
Recordemos de manera sucinta la composición del grupo familiar: papá, mamá, tres hijos de anteriores matrimonios cuya filiación exacta no hace al desarrollo de esta historia, el nene menor, fruto en común y luz del hogar, el perro Cachafaz, peludo y estrambótico, y el abuelo Strómboli, quizá no tan peludo y, tal vez, menos estrambótico, pero de mucho peor carácter.
Veamos ahora cómo han quedado las cosas en la entrega anterior: el papá y el menorcito se solazan en la cama matrimonial viendo una de terror, los dos hermanos mayores están viendo la misma película, pero en el living, la nena, Carla, se fue al shopping con su novio el Seba, y el abuelo fue enviado a dar una vuelta con el Cachafaz por mamá, que se ha quedado con la sola y más amena compañía de los platos sucios. En esta casa siempre hay bastante que fregar.

- Bueno, che, perdoname – le dice el abuelo Strómboli al Cachafaz.
El Cachafaz, ofendido por el soberano patadón en el traste con que lo mandaron a pasear, no dice ni mu. O ni “guau”, asumiendo cierta coherencia zoológica.
- “Rencor, mi viejo rencor” – tararea el abuelo un tango que le escuchó a su padre.
El Cachafaz, perro al fin, ya ha comenzado a olvidarse del pasado inmediato y tiende a ocuparse de menesteres más propios de su especie: olisquea postes de luz, los bautiza levantando apenas la patita, escarba inmundicias, eriza su pelambre ante el cadáver reseco de un gorrión, hace, por fin, caca y después pis. Un mendigo les sale al paso.
- ¿No tiene una moneda, don?
El hombre está cubierto por capas y capas de tela ordinaria y de plástico. Parece un beduino friolento. Visto de cerca, no es tan viejo: hasta se lo ve más rozagante que al abuelo Strómboli, quien mete la mano en el bolsillo con gesto automático y saca unas monedas. El otro extiende la mano, pero don Strómboli no abre el puño.
- ¿Usted no estaba el otro día en el cajero automático? Lo vi sacando plata ¿Puede ser?
- Bueno, tengo unos ahorritos.
- ¿Y por qué pide?
- Es mi trabajo, hombre, de algo hay que vivir.
- Tiene lógica – murmura don Strómboli, dejando caer dos o tres monedas.
- Gracias, don, que Dios se lo pague.
- Dios tiene menos plata que yo – murmura el abuelo alejándose mientras la voz del otro lo sigue como una empalagosa ristra de agradecimientos.
- Carajo, ya ni los pobres son lo que parecen.
El abuelo Strómboli decide caminar unas cuadras hasta el centro: se ha quedado sin tabaco para la pipa. Haciendo caso omiso de los tironeos del Cachafaz, que se empeña en seguir el rastro de un gato o de una perra en celo el abuelo Strómboli se encamina hacia donde aún quedan negocios abiertos.
El kiosco del cual el abuelo Strómboli es cliente desde hace años resiste de mala manera frente al shopping que se recuesta contra la enorme mole del multicine: un lugar donde la gente va a comer pochoclo y a tomar cocacola en vasos del tamaño de un termotanque.
- Qué tal don Juan Carlos. ¿Lo de siempre?
- Sí. Y caramelos mediahora.
- Mediahora no hay. Parece que no se fabrican más.
- La pucha. Los vengo comiendo desde los años cincuenta- toma el sobre de tabaco.
- Bastante aguantaron. ¿No quiere llevarse un par de paquetes más? Estamos de liquidación.
- ¿Por?
- Nos pusieron una tabaquería ahí. Y un drácstor – el mentón del quiosquero salió disparado hacia la marquesina del shopping.
- Tsssss.
- Las cosas son así, que le vamo a’cer. Su tocayo Juan Carlos cerró la carnicería. Está de deudas hasta acá.
- ...Malas noticias para vos, Cacha... ¿Cachafaz? ¿Dónde se metió ese perro de mierda?
- Allá va – dice el quiosquero, señalando al bicho que está cruzando el enorme arco de entrada del shopping. Don Strómboli piensa, mientras corre traumáticamente, que si al perro le pasa algo a su hija le da un ataque.
Pero no hay de qué preocuparse. Ahí está el Cachafaz, alrededor de uno de los falsos bancos de plaza que rodean al centro de comidas, haciéndole fiestas a la Carla, que lo está pateando para sacárselo de encima sin dejar de hacer lo que está haciendo, sea esto lo que fuere, con ese muchachito cuyas zapatillas Nike se cruzan y descruzan alborozadas.
- Carla.
- Qué..
- Dijiste que venías a mirar.
- ¿Y?
- Vení que quiero decirte algo.
La nena se levanta de mala gana. Don Strómboli le echa una mirada al muchacho que está poniendo cara de yo no fui y después susurra al oído de la nieta:
- Ése no es Sebastián.
- ¿Y?
- Tu novio es Sebastián ¿no?
- Nada más estoy transando un poco, abue. El Seba no pudo venir. Me mandó un mensaje con él.
- Y vos estás agradeciendo el servicio...
- No entiendo qué querés decir...
- Nada, nena, nada... ¿Hay disquería acá?
- ¿Disqu...? Ah. Vos decís el miúsic center. Es por allá.
- ¿Me acompañás?
- Bueno. Pero no me hagas pasar vergüenza.
- ¿Yo, hacerte pasar vergüenza, yo?...
Cinco minutos más tarde, Carla mira horrorizada cómo su abuelo se dirige hacia uno de los compartimentos, se encaja los auriculares y al rato comienza a menearse y a aullar como un poseso:
- Let’s spend the night together, uuuuu, uuuuu.
- ¿Tu abuelo conoce a los Rolin? – dice atónito el chico de las Nike
- Tiene toda la colección, casi.
- ¡Pero es un viejo!
- No me hablés. Es más raro... Dice que Maic Yáguer es más viejo que él.
- Está drunky. – reprueba el chico, como diciendo “así adónde vamos a ir a parar”. Para vergüenza eterna de Carla, un grupo de chicos y chicas se está juntando alrededor de su abuelo..
- Can’t not get satisfeishon…
El Cachafaz aúlla haciendo coro, pero le sale más bien triste, pobre pichicho.

(Continuará)

Episodio III: “¿Existe la vida después del zapping?”


( en donde, después de ubicar al lector novato en la trama de esta apasionante saga, tanto éste como el lector veterano podrán inmiscuirse descaradamente en el dormitorio principal de la residencia Pérez Strómboli, olisquear provocativas fragancias falsificadas y de paso enterarse de la suerte corrida por varios personajes que, ay, en el futuro no tan lejano en que se sitúa esta historia, siguen ocupando espacio de prensa)


En el capítulo anterior, la situación quedó así: Carla está en el shopping, tratando de sobrevivir a la vergüenza provocada por la actitud extemporánea de su abuelo, que se ha revelado como uno de los primeros fanas de los Rolling Stones. Cachafaz hace lo que puede para seguir el ritmo. Los hijos mayores no dejan de sopapearse frente al televisor del living. Papá y el menorcito de la familia están viendo “Terminator VIII”, en donde un venerable Arnold Schwarzenegger se vuelve humano gracias a vaya a saber qué chirimbolo hipermolecular y logra envejecer dignamente y rodeado de sus nietos, esto es, haciendo pomada todo a su alrededor, pero ahora en familia. Mamá acaba de terminar de lavar los platos, tarea que sobrelleva como digna matrona que es, a pesar de su adscripción a la new age y a su discurso de corte vagamente feminista.
Cuando entra al dormitorio, le alcanza un golpe de vista para ver que Emanuel se ha quedado dormido y que su marido, control remoto en mano, recorre a velocidad pasmosa los setenta y pico de canales del cable, al que tuvieron que resignarse después de que el precio de la televisión satelital se fue, coherentemente, por las nubes y más allá.
- Pasámelo al nene.
Colgando pacíficamente de los brazos de su madre, Emanuel abre apenas los ojitos.
- Chau Papi.
- Hasta mañana, nanu.
- Eztaba linda la película ¡Me encantan laz deztruczionez!
El padre y la madre se miran y sonríen enternecidos y también orgullosos del amplio vocabulario que el nene ha comenzado a dominar. Después dicen que la televisión no educa.
- ¿Qué hacés? – dice mamá cuando vuelve a la habitación. Si papá levantara la vista del televisor constataría que ella se ha puesto el camisón de seda roja, el de las Grandes Ocasiones. Ni siquiera los efluvios del falso Chanel N° 5 made in Singapur logran que papá desvíe su atención de la pantalla.
- Nada. Zapping. No hay nada.
Zap.
- “...tización de la libra esterlina preocupa al primer minis...”
Zap
- “scientos dieciocho muertos causó la bomb...”
Zap.
- “...de la modelo dijo que no se conocían las causas de su trágic...”
Zap.
-“c’mon, baby, don’t cry: I will kill this son of a b...”
Zap.
- “...aradona es abuelo! Imágenes exclusivas del puerperio de Dalm...”
Zap.
- Este Diego va a terminar por enterrarnos a todos. ¿Cuántas veces se salvó ya?
- Como seis veces. Está muy gordo, pobrecito... – mamá se recuesta en la cama y sacude el largo pelo castaño con sus nuevos reflejos cobrizos y veteados con insinuantes esfumados violetas.
- ¿Te hiciste algo en el pelo? ¿no?
- Ajá.- nuevas sacudidas de melena y más efluvios de Chanel trucho.
- Rubio me gustaba más.
Zap.
-“...usta cómo mi negra mueve la’lolita, la colita /la’ lolita’, la colita / la loli...”
Zap.
- Hace mucho que no me llevás a bailar, pichu...
- ¿Querés bailar como la negrita esa?
Zap.
- “...onostican fuertes vientos y lluvias en la zona central de Méjic...”
- A vos ya no te gusto más – hábil movimiento de mamá para desnudar su hombro derecho.
- ¿Qué decís? Sí que me gustás. Dejame escuchar el pronóstico. – bosteza papá.
- ¿Para qué querés saber si va a llover en Méjico?
- Pichu, en el mundo moderno lo que vale es estar bien informado – rezonga papá con cara de entendido.
- Pero si vos sos contador.
Zap.
-“...Tsedenbal hace un pase corto al N° 9, Punsalmaagiyn Ochirbat, que está solo frente al arco...”
- ¡Mirá, mirá! ¡Están jugando la final Mongolia – Tayikistán! Los chabones se odian a muerte...
-¿Mongolia - qué?
- Dejame ver. No me pierdo ni un partido del fútbol asiático. Esos todavía juegan por la camiseta.
- Pero si en la camiseta dice “Panasonic”
- Bueno, de algo tienen que vivir. Son chinos, no boludos.
-¿Los mongoles son chinos?
- Qué sé yo. En esta casa no se puede ver nada – se enfurruña papá.
Zap
-“...enem acaba consagrarse como nuevo presidente de los argentinos. Las elecciones se...”
Zap.
- Uy. Ganó el que voté yo, pichu.
- ¿A ése votaste? Mirá si sale como el tío.
- ¿Y que tiene de malo el tío? Bueno, tenía. La Chechu estaba divina toda de negro.
- ¿Cómo que qué tenía de malo? Que hizo mierda el país. Eso tenía de malo.
- Y bueno, pichu, yo que sé de política. ¿Te gusta el perfume nuevo? No sabés lo barato que lo pagué en el shopping.
Zap.
- “...ueva lencería erótica de Roxanna Lover, ideal para esa noche tan...”
Zap.
- Che, pichu...-mimosea mamá- y si vemos un rato el canal, ése, el que vos sabés...
- Puerquita.
- Sí. Ji, ji, ji.
- Bueno, pero espera que programo la tele para que se apague sola. ¿Una hora está bien? Con el cansancio que tengo no aguanto despierto ni quince minutos.
- Bueno. Entonces ponele media hora.
- Ta bien. ¿Me planchaste la camisa rosadita?
- Claro, pichu. Para qué soy tu mujercita.
- Sos un amor.
- Vos también, pichulín.
- Besito.
- Otro.
- Salí, que tenés los pies fríos.
- Dejame un poquito.
- Antes de dormirte andá a ver si los chicos se fueron a la cama. Con el televisor prendido se gasta mucha luz.
- Bueno, dale, poné el canal.
Zap.

(Continuará)

Episodio IV: “Amanece, que no es poco”


(en donde, en el transcurso de una típica mañana familiar, Carla no tiene más remedio que enfrentar a Sebastián, el abuelo Strómboli permanece neutral, el Cachafaz libra una lucha denodada pero infructuosa para que se reconozcan sus derechos al libre tránsito doméstico y comienza a sospecharse que esta familia está meada por los perros)


Amanece sobre la residencia Pérez Strómboli. No creemos necesario aclarar que también está amaneciendo sobre el resto de la ciudad. En caso contrario estaríamos induciendo al lector desprevenido a pensar que ésta es una historia fantástica o de ciencia ficción, o, peor aún, estaríamos dejando caer la sospecha de que en esta ciudad, todavía, ocurren milagros.
Amanece, pues, democráticamente, sobre ricos y pobres, sobre justos y pecadores, sobre hinchas de Boca y de Ríver, sobre los de Rácing no sabemos, ya que de éstos sólo tenemos noticias en caso de campeonato ganado, cosa que no ocurre muy a menudo ni aún en cuentos como éste.
Resumen de la situación: papá y mamá están durmiendo a pierna suelta después de una fogosa noche en donde se permitieron treinta minutos de regodeo triple x codificado. Los varones mayores palmaron frente al televisor del living. La nena, Carla, ha tenido un encuentro romántico en el shopping con el mejor amigo de su novio el Seba. El abuelo Strómboli y el Cachafaz, después de haber entonado a dúo, para vergüenza y escarnio de Carla, “Satisfaction” y otros hits de los Stones en pleno Music Center, duermen como dos benditos: a cada ronquido del abuelo el Cachafaz corresponde con un simpático meneo de rabo. El menorcito, Emanuel, se acaba de levantar para hacer pis.
Suena el despertador de papá y mamá. Suena el despertador de Carla. Suena el despertador del abuelo Strómboli, que piensa: sonamos. El Cachafaz, de un salto, llega hasta la puerta y comienza a rascarla con una urgencia que no deja lugar a dudas. El abuelo le abre. El Cachafaz sale disparado en dirección al living, pasa por entre las piernas de mamá, que trastabilla y trata inútilmente de mantener el equilibrio agarrándose de la mesita con el jarrón azul. Por un momento duda entre salvar el jarrón y atender el teléfono que justo en ese momento comienza a sonar, del jarrón ya está harta, así que atiende la llamada, es el Seba que, con voz estrangulada, pide hablar con Carla, Pero Carlita está todavía en la cama, Sebastián, dice mamá, Entonces voy para allá, dice el desdichado, y cuelga. Mamá va hasta la puerta de salida con intenciones de abrirle al Cachafaz, que está dele y dele rascar con las patitas, pero en ese momento se escucha un grito: es Emanuel que acaba de pisar un fragmento del jarrón. Mamá corre a atender a Emanuel, no es nada, mamita, no es nada. Mamá, dice Carla, si llama Seba decile que no estoy, Pero Seba viene para acá, nena. Me quiero morir, dice Carla, y se encierra en el baño. Papá se levanta. Carla, salí del baño que es tarde. Usá el de arriba, papá. Arriba está tapado el inodoro, nena, salí. Ufa. Se despiertan los dos varones que están en el living. Lautaro se pone una de las medias de Dante, Dante se la pide de muy malas maneras, Lautaro entonces le tira las medias a la cara. Una le da en la frente y la otra pasa por encima de la cabeza del enemigo para caer justo entre las fauces del Cachafaz, quien a pesar de que se está haciendo encima no puede resistir la tentación de dedicarse a su pasatiempo favorito: agarrame si podés. Con un grito tarzanesco, Dante y Lautaro comienzan la persecución, la cual incluye animadas circunvoluciones alrededor de la cama del abuelo Strómboli, quien se ha tapado hasta las orejas decidido a permanecer neutral caiga quien caiga y le pese a quien le pese.
Suena el timbre. Mamá, con Emanuel a upa, intenta embocar el chorro de leche en la lechera. El sachet, como animado de vida propia, insiste en expeler su contenido hacia cualquier otro lugar. Suena el timbre otra vez. Carla, atendé, que debe ser tu novio, yo no sé qué le pasa a este chico, venir a estas horas.
Papá, que acaba de salir del baño recién afeitado, perfumado y acicalado, se dirige inocentemente a la puerta de calle. Carla sale aullando de su habitación: no abras, papá, no abras. En el living, Dante y Lautaro han conseguido reducir al Cachafaz, quien, privado de su entretenimiento, vuelve a sentir la presión inmisericorde de su vejiga y trata de meter el hocico por la hendija de la puerta que se está entreabriendo apenas, como resultas del forcejeo entre papá y Carla, que preferiría estar muerta antes que enfrentar a Sebastián con los pelos hechos un desastre, para no hablar de su conciencia, que tener, la tiene. Cachafaz está a punto de escurrirse por la abertura cuando siente que dos manos lo levantan en vilo: es Emanuel, ya curado de la pupa en el pie, que se lo lleva hasta el sillón para hacerle cosquillas. Allá va el Cachafaz, panza arriba, la mirada clavada, ya sin esperanzas, en la puerta que acaba de abrirse y cerrarse con un golpe seco. Sebastián entra y mira fijamente a Carla. Carla hace un puchero, dice: me quiero morir y huye, seguida del compungido Sebastián.
Cachafaz logra liberarse de Emanuel y corre hacia su última posibilidad: la puerta de la cocina. Allí comienza a dar saltos de más de medio metro, cuya única finalidad es llamar la atención de mamá. El espectáculo surte efecto. Mamá sonríe y va hacia la puerta, pobrecito Cachafaz, ya te abro. En ese momento, obedeciendo a férreas leyes físicas, la leche llega a su punto de ebullición y se derrama como lava blanca sobre la cocina. Mamá se traga una palabrota, suelta el picaporte que había comenzado a accionar y vuelve para remediar el desastre. El Cachafaz intuye que todo está perdido.
- Vengan a desayunar – canturrea mamá, para quien este momento es el más importante del día, toda la familia reunida, el sol entrando a raudales por el ventanal, besos en la frente, cálidas sonrisas, el aroma del café, las...
- ...menaza de guerra atómica! La grave crisis desatada a partir de la invasión china a...
- ...¿dónde está la corbata amarilla?
- ¡Sebastián!¡Volvé, por favor!
- ¡Mamáaaa! ¡Lautaro no me quiere devolver el compás que le presté ayer!
- ...uatro a cero. Los dirigentes del club han dejado trascender que...
- ¿¡Dónde están las putas llaves del auto!?
- Mami, no quiero ir al jardín...
- ¡Seba, yo no soy propiedad de nadie! ¡Ni se te ocurra seguirme!
Portazo
- Querida, me llevo a Emanuel, esta noche llego tarde. Tengo reunión.
Portazo.
- Mamá, nos vamos...Salí, boludo, mamá, mirá a Dante...!
Portazo.
Silencio.
Mamá va hasta el living y apaga el televisor. Después, a solas en la cocina, se toma un café ya tibio. Vuelca un poco de azúcar sobre la mesa de fórmica y traza algunos jeroglíficos con el dedo.
En la puerta de su habitación, el abuelo Strómboli se rasca la panza. Va hasta el living y comprueba con satisfacción que ya no hay moros en la costa. Huele el aroma del café y comienza a seguirlo hasta sus fuentes. En el camino su mirada tropieza con la del Cachafaz, que está inmóvil en el centro del living. Es una mirada fija, vidriosa, culpable, húmeda.
- Y a vos qué te pasa, bicharraco – pregunta en voz baja un segundo antes de ver cómo el charco va ganando terreno, una mancha oscura que crece y crece sobre la alfombra beige de pelo largo, regalo de casamiento de los padrinos de la nena.

Continuará

Episodio V: “La vida es un tango”


(en donde el Cachafaz se enfrenta a las consecuencias ineluctables de su desborde fisiológico, mamá protagoniza una breve escena digna de una película de John Carpenter ( incluyendo voraces insectos a punto de desencadenar una invasión) y el abuelo Strómboli y el Cachafaz parten hacia rumbos inciertos pero prometedores)



Después del caótico amanecer del que fuimos inocentes testigos en el capítulo anterior, las cosas han quedado así: la mayor parte de la familia ha partido hacia sus cotidianas obligaciones. El Cachafaz, cediendo a urgentes necesidades fisiológicas acaba de arruinar la alfombra beige del living. El abuelo Strómboli, previendo la que se viene, ha optado por una estratégica retirada hacia su cuarto. Mamá está en la cocina, tomando un café frío y lánguido y haciendo dibujitos con el dedo índice sobre el azúcar que ha desparramado sobre la mesa. Cada tanto, un suspiro arroja unos cuantos granitos de azúcar a través de la habitación. Los dulces cristales vuelan hasta debajo de la mesada, para beneplácito de una hormiga que justo pasaba por ahí. Animalito con sentido de la solidaridad social si los hay, allá va la hormiga a transmitir a su millón de hermanitas la ubicación exacta del inesperado tesoro. Mamá decide afrontar el día, se levanta con un último suspiro y comienza a caminar hacia el living.
Es una lástima que los medios escritos no dispongan de los mismos recursos técnicos que el cine y la televisión, así que pediremos a los lectores amantes del cine de aventuras que se imaginen la escena en cámara lenta: mamá caminando con paso elegante, realzado por las ondulaciones del vaporoso salto de cama blanco (no estaría mal que la prenda se abra unos centímetros, dejando entrever apenas un blanco destello del muslo, un toque de interés para el espectador masculino, ya que mamá es una señora todavía en edad de merecer) Primer plano del rostro cansado pero decidido de mamá, inspeccionando el desorden dejado por la desbandada. Corte a primer plano del Cachafaz, que la saluda con alegre batir de cola. La cámara ahora enfoca los ojos de mamá, que quedan detenidos en un punto fijo. Corte a la mancha de pis, todavía humeante. Corte a los ojos de mamá, que se desorbitan. Corte a primerísimo primer plano de la boca abriéndose en un grito desgarrador, amplificado hasta la tortura por el absoluto silencio en el que transcurre la escena. Corte a primer plano del Cachafaz, que primero inmoviliza la cola y después deja caer lentamente las orejas: el efecto es como que se escurre y se amustia como perejil mojado. Corte a primer plano de mamá. La escena vuelve a velocidad y banda sonora normal:
-¡Caachafaaaz! ¡¡¡¿Qué hiciste?!!! ¡Si te agarro te mato, perro de...!
Aquí asistimos a una típica escena de vodevil: mamá y Cachafaz corriendo alrededor del sillón. Aparece el abuelo Strómboli.
- Hija, qué pasa – como si no lo supiera, el muy hipócrita.
- Papá – dice mamá entre dientes – llevátelo ahora mismo.
- Adónde querés que lo lleve.
- No sé. Al veterinario. A la perrera. A la calesita. A cualquier lado lejos de mi vista. – Las palabras salen de la boca de mamá como alfileres de la boca de un sastre que acaba de estornudar.
- Bueno, si me lo pedís así...
La plaza está a unas pocas cuadras de la residencia Pérez Strómboli. Hacia allá se dirigen el abuelo y el Cachafaz. Es similar a cualquiera de las plazas de cualquiera de las ciudades de cualquier país occidental y cristiano, así que no desperdiciaremos espacio en describirla. Baste decir que hay muchos bancos disponibles, que en uno de ellos se sienta el abuelo Strómboli, no sin antes liberar al Cachafaz de la ignominiosa correa. El abuelo saca un libro del bolsillo y se dispone a leerle algunas páginas al animalito, el único miembro de la familia lo suficientemente gentil como para escucharlo de vez en cuando.
- Fijate lo que dice acá: “La ocupación del espacio público es directamente proporcional a la salud mental de los habitantes de una ciudad”. Mirá la plaza – la mano del abuelo Strómboli señala los espacios casi desprovistos de presencia humana – Cuando yo era pibe esta plaza estaba llena de gente. Jugábamos a la mancha, a la escondida... las parejas venían a afilar, las madres paseaban a los bebés, los ... ¿Cacha? ¿Adónde te metiste?
El abuelo Strómboli se levanta penosamente, la quinta vértebra lumbar opina que deberían quedarse sentados un rato más, y sale a buscar al perro. No le gusta no tener con quien conversar. El único lugar posible en donde puede estar el Cachafaz es detrás de unos arbustos que ocultan la esquina norte. Y hacia allí se dirige el abuelo Strómboli. Al llegar lo primero que ve es a una hermosa mujer joven, veintiocho o treinta años, con una correa en la mano y la boca abierta. La mirada, desconcertada, fluctúa entre el horror y la diversión. Lo segundo que ve el abuelo Strómboli, es al Cachafaz, que la está pasando de primera montado a una fox terrier de purísima raza. La mujer es, a todas luces, la dueña de la fox terrier y parece a punto de desmayarse.
Por un rato los dos se quedan mirando el espectáculo, que no deja de tener aspectos edificantes. La joven, saliendo de su estupefacción, mira alternativamente al abuelo y a la feliz pareja canina.
- Ese... perro... ¿es suyo?
- Sí, bueno, más o menos.
- ¿Y se va a quedar ahí sin hacer nada?
- Bueno... no creo que el Cachafaz necesite ningún tipo de ayuda...
La joven abre la boca, todavía no sabemos si para reírse o para mandar al viejo a freír espárragos. Pero la sonrisa del abuelo Strómboli es todavía irresistible. Y se echa a reír. El abuelo Strómboli se ríe también, aunque se reserva un segundo para admirar la blanca dentadura de la muchacha.
- Bueno, creo que, dadas las circunstancias, sería bueno que nos presentemos: Strómboli, Juan Carlos Strómboli, y le sale igualito que a Sean Connery: Bond, James Bond.
- El joven aquí presente- dice señalando al Cachafaz, que por el momento no está para presentaciones ni buenos modales urbanos- responde al nombre de Cachafaz Pérez Strómboli... – y hace una pausa.
La chica se prende en el juego:
- Malena Lezcano y... Lupita – señala con gesto gentil a la fox terrier que los está mirando con cara de yo no tengo nada que ver.
- La señora Lupita – dice el abuelo Strómboli señalando a su vez, para subrayar el cambio de estado civil de la pichicha. La chica se ríe otra vez y el abuelo Strómboli piensa en calandrias y en una pradera verde en la que resplandecen crocos, alhelíes y otras florecillas silvestres.
- Bueno, creo que no queda más remedio que armarse de paciencia... Si gusta sentarse... – indica el banco más próximo, bañado, ahora por el más tibio de los soles.
- Con mucho gusto, señor... ¿Strómboli?
- Puede decirme Juan Carlos, señorita Lezcano.
- Entonces, por favor, llámeme Malena.
- Malena. Le voy a ahorrar el chiste de preguntarle si canta el tango como ninguna.
- Gracias. Ya me lo hicieron demasiadas veces. Aunque ¿sabe? No conozco ese tango...
- Entonces permítame que se lo cante.
- Qué loco.
- Loco sería si no me dieran ganas de cantar después de escuchar una risa como la suya.
La joven no dice nada, pero el rubor que le viene subiendo por el cuello es más que elocuente. El Cachafaz y Lupita están cola con cola, dándose la espalda, como si fueran absolutos desconocidos. En la residencia Pérez Strómboli, allá lejos, ha comenzado la invasión de las hormigas. Aquí, en la plaza desierta, sólo se escuchan los pájaros y una voz que sube entre los árboles que parecen brillar un poco más al sol de las once de la mañana.

...a yuyo de suburbio
su voz perfuma,
Malena tiene pena
de bandoneón...

(continuará)

Episodio VI: “Y ahora... ¿quién podrá defendernos?”


(en donde mamá, abandonando parcialmente su adscripción al budismo, redescubre el placer de la caza menor, el abuelo canta canciones de Jacques Brel, se le da un merecido descanso al Cachafaz, que ya estaba robando bastante cámara, y mamá se entera de una serie de novedades que, tarde o temprano, pondrán a la familia al borde del caos)



En beneficio del lector recién llegado a este folletín, y también del lector veterano que de tan estresado a esta altura de la semana ya no recuerda ni su D.N.I. (tales son los deplorables efectos de esta vida posmoderna que llevamos) resumiremos lo acontecido en el capítulo cinco: mamá está al borde de la apoplejía, tratando de borrar los rastros de la mancha de pis que dejó el Cachafaz sobre la alfombra beige, mientras un par de miles de hormigas inician la explotación solidaria (la hormiga es uno de los pocos bichos socialistas que quedan) del azúcar derramado inadvertidamente por mamá. El Cachafaz es enviado al destierro junto al abuelo Strómboli. En la plaza el Cachafaz conoce, dicho sea esto en el sentido bíblico estricto del término, a la fox terrier Lupita y el abuelo Strómboli entabla una amistosa relación con su joven dueña Malena Lezcano, un bombón de ésos que te reconcilian con el mundo, al menos por un rato. De esto han pasado cuatro o cinco días.
- ¡Mamá, mamá, en mi cama hay hormigaz que pican!¡Matalaz, matalaz a todaz!- aúlla Emanuel.
El grito desgarrador del menorcito de la familia hunde a mamá en un grave conflicto ético - religioso. En efecto, su reciente adscripción al budismo le impide ejercer violencia sobre ningún ser vivo, aún se trate de bichos detestables, socialistas e insignificantes como éstos. Como mamá es, indudablemente, una mujer de ésas que no se queda inmóvil frente a los problemas, decide enfrentar éste desde el ángulo apropiado, y por eso busca y rebusca en la biblioteca algún libro que contenga instrucciones pertinentes al caso: sobre la alfombra se van apilando libros de Krishnamurti, Gandhi, Lao Tsé, Kong Fu Tsé, Sai Baba, el I Ching, los Vedas, el Ramayana, el Mahabharata, el Bhagavata-Purana, el Baghavad-gita y hasta una versión hard core del Kamasutra ilustrada con fotos en colores. Es inútil. En ningún libro dice qué hacer con las malditas hormigas, perdón, con esas criaturitas de Dios.
Desde la habitación del abuelo Strómboli llega una voz cascada pero melodiosa: “moi, je t’offrirai / des perles de pluie / venues de pays / oú il ne pleut pas...” Si mamá no estuviera tan obsesionada con el problema de las hormigas podría alarmarse, y lo bien que haría: su padre cantando. Y cantando una canción de amor de Jacques Brel. Lo dicho: se vienen tiempos peores.
- Hija, ¿no viste mi pañuelo de cuello rojo?
- No, papá. Y no es rojo. Es borravino. Y ahora estoy ocupada.
El abuelo toma un libro de Sai Baba y se sienta en el sofá, mirando con curiosidad y beneplácito la febril actividad de su hija, mientras cuatro o cinco hormigas trepan laboriosamente a la mesita ratona.
- Te quiero, hija.
- En este tampoco dice nada de... ¿qué?
- Que te quiero, hija...
- Ay, papá... – mamá se abraza a las rodillas de su padre – ay, papá. Perdoname... lo que pasa es que estas hormigas me tienen loca. Y me siento una estúpida buscando en estos libros que no sirven para nada...
- En eso te equivocás. Estos libros son muy útiles para combatir plagas de hormigas. Mirá: ¿ves esas cinco hormiguitas sobre la mesa? Kaput. – y ahí nomás les descerraja un saibabazo.
- Pero... pero...¡papáaaaa! – gime mamá contemplando horrorizada los cinco diminutos cadáveres.
- Vos dales con éste – dice sin inmutarse el abuelo, alcanzándole el I Ching con prólogo de Jorge Luis Borges – Nada mejor que un buen mataburros para matar hormigas. Son más chiquitas.
La expresión de mamá cambia de la desolación a la alegría feroz en un santiamén. Toma el I Ching con ambas manos y descarga su primer golpe sobre un grupejo de hormigas que trajinaba sobre la alfombra.
- ...cinc, seis, siet, och, ¡Nueve! ¡Nueve menos!
- ¿Yo también puedo, mami? – viene corriendo Emanuel y toma un libro del montón.
- ¡Dales vos también, Nanu!- dice mamá tan entusiasmada con la caza que no atina a ver que el libro que recoge y abre el benjamín de la familia es el Kamasutra.
- Mami... ¿Qué eztán haziendo ezte zeñor y ezta zeñora?

Varias horas después la familia está reunida frente a la cena primorosamente servida por mamá, a quien se la ve cansada pero feliz: es que no sólo ha resuelto el problema de las hormigas, sino que el arduo ejercicio de matarlas a librazos ha devuelto vigor a sus brazos, flexibilidad a su cintura y arreboles a sus mejillas, perdón por el lugar común, pero viene al caso.
Tan feliz está mamá, tanto disfruta del momento, tan liviana y alegre se siente que tarda bastante en advertir que, salvo el abuelo Strómboli, que se apareció afeitado y perfumado, Emanuel, que acaba de escabullirse a su cuarto con el ejemplar del Kamasutra, y ella misma, los demás no han dicho una palabra. Hasta faltan los habituales sopapos en la nuca que eternamente intercambian Dante y Lautaro. Papá ni siquiera hace zapping.
- Che: ¿y a ustedes qué les pasa? – por contestación sólo recibe múltiples suspiros.
- La directora quiere que te des una vuelta por la escuela para hablar... de nosotros... – murmura Dante, señalando a Lautaro, quien asiente con cara de angelito.
- Bueno. No ha de ser para tanto – sonríe mamá - ¿Y a vos, Carla?
- A mí, nada, qué me va a pasar – un puchero se va formando lentamente – Seba me dejó...
- Bueno, Carlita, estas cosas pasan. Son muy jóvenes, todavía... ¿Y vos Pichu, por qué esa carucha...?
- Pasa que me echaron del trabajo, eso pasa.
- ¿Qué te ech...? ¿del trabaj...?- mamá acusa el golpe, pero se repone enseguida - bueno, mi amor, no te preocupes... ya saldremos adelante igual... - pero se ve a la legua que mamá ya no es tan feliz.
Silencio sepulcral. Otro lugar común, pero bueno, la cosa no está como para andar haciéndose el creativo.
- ¿Quién quiere otra milanesa? – dice mamá, pobre, por decir algo. Y como nadie responde, sigue hablando sola: - Bueno, papá, me imagino que vos no tendrás alguna otra mala noticia...
- Mala, lo que se dice, mala, no – el abuelo Strómboli ha adquirido un repentino interés por unas migas, con las que empieza a hacer bolitas para después empujarlas con el dedo de aquí para allá.
- ¿Y? – dice mamá, temiendo lo que ella cree que es lo peor. Un cáncer, por ejemplo.
- Y, qué – dice el abuelo, embocando con una bolita en el vaso de mamá.
- La noticia. Cuál es.
- Tengo novia.

Continuará ( de alguna manera)

Episodio VII: “Apocalípticos contra integrados”


(en donde, después de un breve repaso de la situación, se vislumbran las teorías pedagógicas del abuelo Strómboli, mamá se despide de su soñada lipoaspiración, papá está hecho pupa, reaparecen viejos rencores paterno-filiales y el Cachafaz vuelve a robar cámara)



La cena de la que fuimos testigos en el capítulo anterior bien podría ser la última de la familia, al menos tal como la conocemos, a juzgar por el calibre de las noticias dadas por papá (lo echaron del trabajo) y por el abuelo Strómboli (¡tiene novia, tiene novia, liru – liru!)
Desde el punto de vista de mamá, es difícil dilucidar cuál de las dos noticias le cayó peor al hígado. “Bueno”, piensa mientras se da una ducha fría para aclarar el pensamiento, “lo del trabajo puede arreglarse, el Pichu tiene buen currículum”. En lo otro, conociendo a su padre, no quiere ni pensar.
Han pasado varios días desde aquella última cena. La nena volvió a salir con Sebastián, quien le perdonó aquel momentáneo desliz con su ex-mejor amigo. Dante y Lautaro han comenzado a hacer buena letra en la escuela, después de una amorosa charla con mamá y, también, hay que decirlo, de una solapada amenaza de degüello por parte del abuelo Strómboli, quien aboga por métodos pedagógicos simples pero efectivos, como, por ejemplo, el Triple C: Cada Cagada un Cachetazo. Papá, bueno, el pobre papá está muy deprimido y se la pasa haciendo zapping. El lector sagaz opinará que cuando no está deprimido, papá también hace zapping. El lector será muy sagaz pero no sabe nada de hacer zapping: el “zapping depresivo” es absolutamente distinto del zapping exultante y vivaz producido por una persona a quien, por ejemplo, no le pegaron un patadón en el tujes después de dieciocho años de servicio sin faltar un solo día. Cosas de la globalización posmoderna: la empresa decidió mudar la planta a Bangkok, donde los tailandeses se vuelven chinos trabajando mucho más por mucho menos, para alegría y beneplácito de señores que visten espléndidos Armani y fuman esos espléndidos Montecristo cuyo único defecto es haber sido fabricados amorosamente a mano en la también espléndida pero insolente isla de Cuba.
Con un escalofrío, mamá cierra la canilla y sale de la bañera. Antes de envolverse en el toallón, se dirige al espejo de luna entera que está frente a la puerta del baño, y contempla su cuerpo desnudo. De firme y fibrosa arquitectura que resiste bastante bien el paso del tiempo, le harían falta sin embargo, según el ojo crítico de mamá, unos toques de bisturí aquí y allá, más allá que aquí, reflexiona mirando su trasero por encima del hombro. Mamá suspira: las posibilidades de hacerse una cirugía estética son inversamente proporcionales al ingreso de fondos a las arcas familiares. Ingresos que actualmente han sido reducidos a cero por el aleteo de algún bicho en Bangkok. De aquellos aleteos, estos huracanes: o el mundo es muy pequeño o el bicho es muy grande.
Papá está en el living, haciendo zapping, claro, como ya habrá adivinado el lector. Pero a no dejarse engañar por su aparente estado catatónico. La impasibilidad externa de papá no condice con lo que sucede en su interior. Por dentro, este hombre es un hervidero de opciones y posibles cursos de acción. Mamá lo leyó hace años en “Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus”: los hombres, esos marcianos, cuando están en problemas se encierran en el capullo de la depresión. Esa larva lamentable que desde hace días no hace otra cosa que mirar sin ver partidos de ping pong, carreras de cucarachas y campeonatos de jiu-jitsu, saldrá, tarde o temprano, convertido en mariposa de poderosas alas o en cualquier otra clase de bicho volador. Mamá sabe todo esto, sabe que al hombre hay que dejarlo tranquilo, sabe que hay que dejarlo hacer su proceso de crisálida, sabe que no hay que interrumpir el delicado y complejísimo runrún interior de su marido, pero igual va, se le planta directamente enfrente y le espeta:
- ¡Pichu! ¿Cuándo te vas a decidir a hacer algo? ¿Qué querés, que nos coman los piojos?
Papá la mira sin ver. Se rasca la barba de tres días, clava la vista en la pantalla y dice:
- Dejame en paz.
El profundo y edificante diálogo es interrumpido por el Cachafaz, que viene seguido de Don Strómboli. El Cachafaz tiene la lengua afuera, el abuelo Strómboli también.
- Epa, che, que caras largas... No saben lo lindo que está el día. Con el Cachafaz nos fuimos hasta...
- Papá: callate por favor.
- ¿Qué pasa? ¿Es por el asunto ése del trabajo de...?
- Sí. Es por el asunto ése – mamá lo mira furiosa.
- Pero hija, no te hagás tantos problemas. Yo tengo una buena jubilación, para comer no nos va a faltar...
- ¿Ah sí? ¿Y con tu jubilación vamos a pagar la cuota del auto, la escuela de los chicos, el viaje a... Galicia? – mamá subraya la palabra “Galicia” y mira acusadoramente a papá, quien pone una inmejorable cara de gallego.
- Bueno, claro, pagar todo eso, no. Pero pueden vender el auto, con eso pagan lo que queda del viaje. Los chicos a la escuela pública...
- ¿ la escuel... públ...? ¡Ah, no! ¡Eso sí que no!¡Yo no voy a rifar el futuro de mis hijos, ni loca!
- ¿Qué tiene de malo la escuela pública? Yo estudié ahí, y mirame... – el abuelo se señala a sí mismo.
- Eso. Te miro. ¿Y que veo?
- Un tipo digno, con ideales. Que nunca se vendió, eso ves.
- Ideales... ideales... ¿para qué sirven los ideales a la hora de pagar las cuentas, eh?
- ¡Los ideales sirven para no venderse por chucherías ni vidrios de colores!
- ¡Viejo comunista! – acusa mamá con un insulto típico del siglo XXI.
- ¡Tilinga burguesa! – replica el abuelo Strómboli desde el siglo pasado. Más exactamente: desde mayo del 68.

Corte a primer plano a la cara, de alguna manera hay que llamarla, del Cachafaz, que ha estado mirando alternativamente a padre e hija, siempre con la lengua afuera. El Cachafaz se hace cargo de la situación, mete la lengua, cierra el hociquito y escurre las orejas, que es la forma que tienen los perros de ponerse serios; después mira directamente a cámara y levanta varias veces las cejas , como diciendo: ahora viene lo peor.

Continuará

Episodio VIII: “Agarrensén que viene una curva cerrada”


(en donde no sucede prácticamente nada, debido a que papá continúa inmerso en una depresión catatónica, pero también a causa de una aguda aunque momentánea carencia de ideas de parte del narrador, quien disimula recurriendo a técnicas propias de los medios audiovisuales y, a fuerza de escribir pavadas, termina inventando la diarionovela interactiva y, de paso, mete un chivo)



Algunas escenas del capítulo anterior:

(Pero antes debemos pedir al lector su amable colaboración: como el medio escrito carece de los artilugios técnicos del cine y la televisión, le rogamos que, mientras lea esto se imagine, o, mejor, silbe, algún tema que pueda servir de banda sonora a esta recapitulación. Por ejemplo, la música de Ennio Morricone para “Un dólar marcado” o algún otro western – spaghetti)
Ahora sí, las escenas prometidas: Mamá y el abuelo Strómboli, su padre, (padre de mamá, no suyo, amigo o amiga lector/a) están confrontando cara a cara. Plano medio americano (más o menos hasta las rodillas de los personajes) Corte a picado cenital, es decir, desde arriba. Corte a contrapicado, es decir, sí, adivinó, desde abajo (ésta es una toma astuta, hecha desde el punto de vista del Cachafaz: simboliza una mirada inocente, pura y natural sobre la insignificancia de los asuntos humanos) Corte a primerísimo primer plano de la cara de mamá, que dice:
- ¡Viejo comunista! – corte a los ojos del abuelo. Corte a los ojos de mamá. Corte a los ojos del abuelo. Corte a la cara sulfurosa de mamá, que aprovecha que la cámara la está enfocando para sacar la lengua. Corte a la cara del abuelo que replica con bastante desprecio:
- ¡Tilinga burguesa! - dejando definitivamente establecido el conflicto central de esta diarionovela, o, al menos, el de unos cuántos capítulos más, hasta que se nos ocurra otro tema.
Bien, fin de la recapitulación. Rogamos al lector que deje de silbar la banda sonora. Gracias.
A todo esto, papá, sin que nadie lo note, ni siquiera el Cachafaz, deja de hacer zapping, se levanta lentamente del sillón y camina hacia la ventana. Desde allí contempla el paisaje circundante. Aquí se pone de manifiesto la superioridad del medio escrito sobre los audiovisuales. En efecto, el lector puede imaginar, a su gusto y placer, el paisaje que rodea la casa de los Pérez Strómboli. Si el lector quiere ver una gran ciudad, tipo Buenos Aires o Córdoba, puede. Si prefiere una ciudad marítima, como, verbigracia, Mar del Plata o Puerto Madryn, también puede. Por ejemplo, si el imaginativo lector opta por esta última, tal vez pueda ver el mar, las gaviotas, la rambla (los Pérez Strómboli, si fueran madrynenses, vivirían definitivamente en el Barrio Sur, al menos por ahora) y también a un señor alto de barba hablando con la estatua de Sancho Panza (no se alarme el lector: el señor alto y de barba es Carlos Nacher, a quien últimamente se le ha dado por cosas raras como ésas)
Corte a tanda publicitaria. Rogamos al lector que tenga la amabilidad de silbar algún tema romántico pero dramático. Voz del locutor: “Una historia de amores cruzados, de pasión salvaje, de principios firmes como una roca: “Corazones de piedra” con las actuaciones de: El Indio, la Galesa, Don Quijote, Sancho Panza y, en el rol del perro de Sancho Panza, la participación estelar de Cachafaz Pérez Strómboli. No se pierda esta apasionante lucha de codos de bronce contra caras de piedra, todos los martes, en esta misma contratapa y por este mismo diario local”. Fin de la tanda. Por favor, deje de silbar, amigo lector, y gracias nuevamente, por este capítulo no necesitaremos más de sus servicios.
Bien. Papá esta mirando por la ventana, ajeno al punzante intercambio de frases entre su esposa y su suegro N° 2, hombre difícil si los hay, a diferencia de su suegro N°1, con quien solía hablar de fútbol y carreras durante el vermucito del domingo. Gran tipo el suegro N°1, lástima su hija, la señora N°1, realmente imbancable, no como la actual, o sea la señora N°2, con quien papá pretende vivir hasta que se tenga que mudar a la Quinta del Ñato. Papá piensa lo bueno que sería que las familias políticas vinieran en kits para armar según las necesidades del consumidor. Señora N° 2 y suegro N°1: esa sería la combinación ideal. Por supuesto, estos kits excluirían absolutamente la provisión de suegras. Bueno, podría venir una versión especial para masoquistas. Con dos suegras. La mera perspectiva le provoca un escalofrío, pobre papá.
Papá piensa en su vida. No entiende por qué le pasan las cosas que le pasan. Si siempre hizo todo bien. De chiquito hasta fue boy scout. Nunca se quejó por nada. Nunca se metió en nada. Si al final con gobiernos militares o democráticos uno tiene que trabajar igual. Papá es políticamente correcto, y por eso no piensa que con los militares se estaría mejor. Bueno, a veces lo piensa, pero no se lo dice a nadie, menos con el suegro N° 2 cerca. El lector tendría bastante razón si pensara que papá es medio flan. Bastante flan.
Pero qué. Al fin y al cabo siempre hizo lo que se esperaba de él: trabajó y estudió desde los quince años. Tardó como siete en recibirse de contador. Sobrevivió con cuatro trabajos hasta que la Empresa le dio la Gran Oportunidad de su Vida, de esto hace ya dieciocho años. Dieciocho años de fidelidad y de levantarse a las seis de la mañana. Dieciocho años de fidelidad y entrega totales. Dieciocho años de fidelidad y sí-señores a repetición. Dieciocho años de fidelidad y de aguantar el malhumor y el excelente mal aliento del Gerente de Compras. Dieciocho años desafilando los serruchos de los que venían escalando más abajo. Dieciocho años y ahora esto. La mano de papá se cierra bruscamente haciendo crujir el control remoto que desde hace varios días se ha convertido casi en un apéndice natural de su cuerpo.
- ¡Pichu, mirá lo que me dice mi papá! ¡Que soy una tilinga no se qué!
- Una tilinga burguesa. Eso te dijo tu papá – masculló papá, con una voz sorda, varonil, tipo Bruce Willys en “Duro de matar”. Una voz que no le conocíamos hasta ahora.
- ¿Y eso que quiere decir?
- Ser un tilingo burgués es ser... alguien como... como yo. Pero eso se acabó – vuela el control remoto.
- Pichu: ¿te sentís bien?
- Mejor que nunca. Esta noche no me esperes para cenar. Ni para dormir- Bruce Willys, un poroto.
- ¿Por, Pichu?
- Voy a tomar la Empresa- dice Papá - Willys como poniéndose una vincha onda Rambo.
Corte a primer plano de los ojos de mamá, que se agrandan hasta parecer un par de huevos fritos, pero de ñandú. A despecho de la lógica ansiedad y curiosidad del lector por ver como continúa este dramático giro de ciento treinta y dos grados a la izquierda que con algún derrape y con peligro de vuelco acaba de efectuar papá, la pantalla funde a negro y aparece un cartel de un blanco implacable que dice:

Continuará

Episodio IX Edición especial: “La increíble y triste historia del Cachafaz Pérez Strómboli y su abuelo desalmado”


(en donde a pedido de algunos lectores, intrigados por saber de donde sacaron los Pérez Strómboli a su estrambótico perro, rara mezcla de muppet y Mendieta, publicamos un capítulo especial que cuenta la descarnada verdad de sus orígenes)


Muchos lectores, y algunos zoólogos, han manifestado interés por conocer la procedencia del Cachafaz. Estos últimos opinan que algún gen mutante debe tener, porque si no este bicho no tiene explicación. Por otra parte, los lectores inclinados al sentimentalismo y a ver el mundo color de rosa, gustan de imaginar que el Cachafaz llegó a la vida de los Pérez Strómboli hecho una tibia, pequeñísima bolita peluda, un primoroso bebé-perrito. Nada de eso. Lamentamos tener que desilusionar a estos lectores, pero en la realidad las cosas sucedieron de otra manera. El Cachafaz llegó a la casa de esta buena gente hará cosa de más o menos un año, siendo ya todo un señor perro. En realidad más que un perro, era una comunidad hippie tipo las del Bolsón. Con el pichicho venía incluida toda una próspera colonia de pulgas, garrapatas y otros bichos cuyos nombres no nos atrevemos a poner por escrito. Imagínense el aspecto, entonces.
La cosa empezó aquel día que... ¿cómo? ... ¿Que qué pasó con papá y su decisión de tomar la Empresa? Nada. Qué va a pasar. Que mamá lo agarró en el garage, adonde papá había ido a pintar una bandera que decía “Yanquis: get back” (la empresa donde trabajaba papá es norteamericana) y, como amorosa esposa que es lo disuadió, por su propio bien, de la determinación que había tomado. Usó todos los argumentos que tenía a mano para convencerlo: razonó, acarició, lloró, advirtió, amenazó y cumplió su amenaza dándole unos cuantos tubazos en la cabeza con el aerosol rojo que papá estaba usando. Nada más. Papá volvió al zapping, mamá a pelear con el abuelo Strómboli y nosotros tuvimos que inventar este capítulo especial. ¿Tá?
Como decíamos, la cosa empezó aquel día que Emanuel vino a casa con la novedad de que en el jardín habían organizado, para la semana siguiente, una Exposición de Mascotas. Hasta aquí todo muy bien, salvo que, en la residencia Pérez Strómboli lo más parecido que había por entonces a una mascota era el abuelo Strómboli, un bicho difícil de convencer para que se preste a esos menesteres. Mamá es alérgica a los gatos y papá no quería tener perros que le llenen de pelos el sillón de hacer zapping, así que la cosa estaba peliaguda. En un rapto que creyó ingenioso, papá se apareció al otro día con una tortuga.
Manuel la miró largo rato con sus ojitos curiosos y después exclamó, entre el sollozo y la indignación: “¡No quiero tu azqueroza tortuga! ¡Quiero un perro, y uno que camine y ladre, no un bebé!” Al otro día papá se apareció con un conejito de indias. Emanuel quiso ahogarlo en el inodoro. Mientras le pasaban el secador de pelo al bicho para devolverlo en buenas condiciones a la veterinaria, el abuelo vio su oportunidad de vengarse de mamá, que no lo dejaba fumar habanos en el living y dijo: “El nene quiere un perro. Y no un cachorro, sino uno adulto. Yo sé donde conseguir uno ahora mismo” Resignados, papá y mamá le dieron el okey.
Y allá fue Don Strómboli, rumbo la Sociedad Protectora de Animales, donde conocía a una señorita a quien había tratado de seducir, inútilmente, diciéndole que los viernes de luna llena se convertía en lobizón, pero uno vegetariano, como ella.
Cuando llegó, el batifondo era infernal. Más de doscientos pichichos esperando un dueño que los sacara de esa vida inhumana, o in-perruna, si se me permite la expresión. Un olor de perros. Todos bien cuidados y alimentados, eso sí, pero más solos que un perro. Su amiga, que en el fondo lo apreciaba, quiso darle a elegir entre los mejores ejemplares: trajo un cuasi ovejero alemán, un collie trucho, otro con cara de irlandés, bastante parecido a un labrador. “No, no” - decía el abuelo- “Quiero algo especial... algo como... como... ¡eso!” . Eso era el Cachafaz, que, claro, todavía no se llamaba así, sino que le habían dado el nombre provisorio de “Mushqui”, porque parecía una “mushquita muerta”. El estado de este pichicho era lamentable. Había llegado hacía poco vaya a saber de dónde, y todavía no habían podido sacarle ni la décima parte de los bichos y las pestes que traía encima. “Estás seguro? - le preguntó incrédula su amiga – “Como que me llamo Strómboli” – respondió el abuelo con una sonrisa mefistofélica.
Y así fue como Cachafaz ingresó a una vida, no sabemos si mejor, pero sí diferente. Ahora está gordito, su pelaje, o parte de él, brilla sobre el sofá de papá y además tiene una reserva de energía que hace que el abuelo Strómboli, designado desde el vamos como su paseador oficial, se lamente amargamente más de una vez por haber abierto la boca. Emanuel tuvo al fin su mascota, a quien exhibió orgullosamente entre sanbernardos, rottwilers, chihuahuas y demás pichichos de alcurnia. Eso sí: tardaron como dos días en convencerlo de que esa cosa que había traído el abuelo era un perro y no una zarigüeya o un marsupial australiano.


Continuará

Episodio X: “Terminator Vs. Alien”


(en donde, después de contestar con una sinceridad poco habitual en estos casos el correo de lectores, el autor decide retomar la historia, Mamá no termina de decidir con qué peinado enfrentará a su nueva madrastra, a Papá se le cae el sacacorchos y el Cachafaz brinda una ruidosa aprobación a la mayonesa casera de Mamá )


Haciendo gala de una sinceridad poco habitual en este tipo de emprendimientos, el autor debe confesar que ha recibido quejas de parte de algunos lectores, quienes esperaban de papá una actitud más aguerrida, o siquiera menos sumisa, con respecto a su anunciada lucha contra la multinacional yanqui que tras dieciocho años de servicio intachable lo despidió sin causa. Bueno, lo que se dice sin causa, sin causa, no: la sustitución de papá por algún contador tailandés que trabaje el doble por percibir la tercera parte de su sueldo no es moco de pavo: le permitirá a la multinacional ahorrar unos cuantos morlacos por mes. Y papá es uno entre doscientos. Apenas doscientos mártires sacrificados a la santa causa de la economía de mercado: paparruchas.
Bien, no eludamos nuestra responsabilidad autoral: estábamos hablando de las quejas de lo lectores. Hemos recibido también una furibunda protesta de parte de la ØRGÅFËST (Organización Feminista de Estocolmo) Cuando logramos traducirla del sueco, vimos que decía algo así como: “...la actitud típicamente machista del autor es lamentable: adjudica a Mamá un rol reaccionario, al hacerla aparecer como quien impide a Papá luchar por lo que es justo. La escena de los tubazos de aerosol con que Mamá reprime a Papá sólo pudo ser concebida por una mentalidad cavernícola...”
(Qué puedo decir, mis estimadas señoritas suecas, salvo que soy un autor con mentalidad cavernícola que escribe sobre una familia con mentalidad cavernícola. Al lado de Mamá, Vilma Picapiedra es Susan Sontag)
Pero volvamos a la historia: después del emotivo intermezzo que significó contar la verdadera historia del Cachafaz, un artilugio utilizado por el autor para eludir contar la triste situación que transita la familia Pérez Strómboli, no queda otra que apechugar y darle para adelante.
Las tribulaciones de mamá están lejos de llegar a su término. No sólo se ha convertido en la esposa de un flamante desocupado, sino que está a punto de estrenar madrastra, ya que el abuelo Strómboli parece decidido a sentar cabeza de una buena vez por todas y ha anunciado su noviazgo oficial con una tal Malena Lezcano.
Mamá está frente al espejo. No termina de decidir su peinado. Quiere causarle una buena impresión a la tal Malena. Una impresión, digamos, de unas cincuenta toneladas aplicadas en sentido vertical descendente. Quiere aplastarla como a una cucaracha. Vieja de mierda que viene a robarle a su papá.
Faltan apenas minutos para que el abuelo Strómboli llegue con la chirusa esa. Mamá levanta sus cabellos, los deja caer, hace y deshace primorosas trencitas, se hace rodete, lo atraviesa con palitos chinos, se saca con furia los palitos chinos y los clava en el puf de terciopelo, enrosca un mechón en el dedo índice para formar un lánguido bucle sobre la mejilla izquierda y termina por partir su melena en dos, con raya al medio, como siempre. Justo a tiempo, porque desde la cocina comienza a llegar un inquietante olor a pollo calcinado. Mamá baja como una tromba y se zambulle frente a la puerta del horno. La abre y logra sacar a tiempo el pollo relleno. Un poco doradito tal vez, pero nada grave.
Papá está preparando la mesa. Sus tristes ojos se desvían a cada rato hacia la pantalla apagada del televisor: mamá le ha prohibido, por esta noche, las delicias el zapping. Papá está sufriendo de síndrome de abstinencia electrónica.
Emanuel y el Cachafaz juegan en el living. Dante y Lautaro también sufren por la abstinencia de sopapos impuesta por Mamá. Se aburren frente a la biblioteca, ese armatoste repleto de misteriosos adminículos llamados “libros” que tanto parecen gustarle al abuelo y a mamá. Carla y Sebastián están en alguna parte jugando a algún juego muy silencioso y muy entretenido.
Suena el timbre. Emanuel corre a abrir la puerta.
Con el corazón en la boca y en la mano una manga repleta de mayonesa que olvida dejar en la cocina, mamá se asoma al living, enfrentando la puerta de entrada. La puerta se abre lentamente. Una eternidad tarda la maldita puerta en abrirse. Mamá ve primero la mano del abuelo Strómboli sobre el picaporte. Ve que el abuelo, galantemente, le cede el paso a una señora muy bien puesta de sesenta y pico largos. De un vistazo mamá comprende que la tal Malena es una encantadora e inofensiva abuelita y corre, exultante, a sus brazos:
- ¡Malena! ¡Papá me habló tanto de vos! ¡Muac, muac! – los besos aéreos suenan como latigazos en el repentino silencio que se hace todo alrededor.
- Nena, ejem, ¡nena! – la voz del abuelo suena ahogada e incómoda - La señora es la mamá de Malena... Malena es... te presento a Malena...
Como herida del rayo, mamá deja de besuquear a la anciana y gira lentamente la cabeza, temiendo lo peor. Y como esta familia se rige absolutamente por las leyes de Murphy, lo peor ocurre.
Las miradas de todos convergen hacia la aparición que acaba de manifestarse en la puerta de entrada.
A Papá se le cae el sacacorchos. Los ojos le brillan por primera vez en semanas. A pesar de su aturdimiento, a mamá no se le escapa el detalle: la venganza será terrible.
Breve descripción de Malena Lezcano: treinta y tres años, melenita negra de corte carré, piel aceitunada, enormes ojos ambarinos, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca: proporciones áureas por donde se la mire y movimientos modestos y delicados. Bajo la ropa sencilla, casi austera, se adivinan curvas y sinuosidades y turgencias que hacen que los organismos de Dante y Lautaro, que acaban de asomarse al living, redoblen su ya de por sí hiperactiva producción hormonal.
- ¡Ah! – dice lastimeramente Mamá – Qué... sorpresa... ¡Je! – Mamá comienza a forzar una dolorosa sonrisa, desmentida absolutamente por su mano derecha, que se cierra cual garra de King Kong sobre la manga decoradora, que no tiene la culpa de nada, pobre, y que termina exhalando un potente chorro de mayonesa que se amontona en un gracioso rulito sobre la alfombra beige del living.
En el ominoso silencio que sigue a continuación, sólo se escuchan los lengüetazos angurrientos del Cachafaz, que indican sin lugar a dudas que a Mamá la mayonesa casera le sale muy, pero muy buena.

Continuará

Episodio XI: “La vie en rose”



(en donde el narrador se permite rezongar un poco contra las injusticias de la lengua castellana, Malena Lezcano demuestra que es un minón imbatible, mamá se mama porque nadie la mima y el Cachafaz demuestra sus conocimientos empíricos acerca del efecto Doppler)



Haga el lector (o la lectora, que estos son tiempos políticamente correctos y es necesario eludir de alguna manera estas injusticias en cuestión de género a que nos obliga la lengua castellana) haga la prueba de ver la vida a través de una copa de buen vino. Especialmente en esos días en que todo parece carecer de sentido. Esos días en que uno, o una, siente “baja, en pulgadas, la genial pesadumbre”, según supo decirnos el poeta y profeta César Vallejo ( y dale con el idioma y sus injusticias: “vallejo” significa “valle pequeño”, una simple cañada de morondanga. Muy inadecuado para uno de los más profundos poetas de la lengua castellana)
Haga la prueba de mirar la vida a través del líquido aterciopelado y acariciante y después me cuenta.
Justamente eso es lo que está tratando de hacer Mamá, aunque después de la quinta copa de cabernet ya no está ni para contar ovejitas. Mira a través de la copa a su flamante madrastra. La voz de Edith Piaf gorjea “La vida en rosa”, pero mamá está viendo todo color rojo sangre. La maldita Malena Lezcano es perfecta. Doblemente perfecta si tenemos en cuenta que es varios años más joven que Mamá. Mamá gira el periscopio vitreovinícola y verifica la dirección de la mirada de todos los varones de la familia. El abuelo Strómboli mira a Malena. Dante mira a Malena. Lautaro mira a Malena. Bizquea un tanto. El Cachafaz mira un poco a Malena y otro poco a las sobras del pollo relleno. Y, lo que es absolutamente gravísimo, Papá también mira a Malena. Mamá siente ganas de gritar.
Recapitulemos un poco, en atención a ese lector, o lectora, un poco caído/a del catre que recién ahora ha comenzado a entretenerse con esta intrascendente diarionovela posmoderna: asistimos a una cena de lujo en la residencia Pérez Strómboli. La ocasión lo amerita: el abuelo Strómboli está presentando a la familia a su novia Malena Lezcano, un bomboncito irreprochable que ha venido acompañada de su señora madre, una señora que, a pesar de estar finalizando su séptima década, todavía es capaz de atraer varoniles miradas. Ni hablar de la hija.
La muy recontramaldita (el narrador está adoptando decididamente el punto de vista de mamá: alguien le tiene que dar bola, pobre mujer) los tiene a todos embobados contando sus experiencias como alfabetizadora entre los indios tobas. Mamá, sin dejarse enternecer, trata de encontrarle el flanco débil con preguntas incisivas y arteras que omitiremos piadosamente, dando sólo lugar a las respuestas de Malena: “no, eso fue antes de recibirme de antropóloga... me lo banqué traduciendo del francés a Levy-Strauss”... “Sí, francés, inglés, italiano y un poco de alemán”... “No, japonés, no, todavía”... “Sí, me gusta cocinar. Comida griega, sobre todo”... “No, bandoneón no toco. Violoncello sí: algo de Bach y de Vivaldi. Vos estás muy pálida: ¿te sentís mal?”
Mamá no se siente mal: se siente morir. Como en un déjà vu, bastante berreta por cierto, mamá sabe que ahora papá va a decir:
- ¿Violoncello? ¿Tocás el violoncello? ¡Acá tenemos uno, mirá qué casualidad! Se lo compré el año pasado a la Pichu, que quería aprender, pero al final no empezó nunca... ¿no’cierto, Pichu?
La Pichu asiente con una sonrisa, pero la sonrisa se debe a que se imagina degollando a su consorte con el arco del violoncello. Por un momento imagina las tensas crines de caballo chorreando sangre tipo A factor RH negativo y es sumamente feliz. Pero como dice Serrat: la verdad ni es triste ni tiene remedio: allá va Lautaro a buscar el violoncello.

El décimo movimiento de “Las cuatro estaciones” de Vivaldi está sonando majestuoso, vibrante y triste entre las paredes de la sala de la residencia Pérez Strómboli. El Cachafaz aprovecha que todos se han trasladado al living para zamparse las sobras del pollo relleno. Después se dirige con paso sereno y el corazón y otras vísceras rebosantes de amor a la vida a averiguar que es ese batifondo interesante que están haciendo los humanos. A este bicho es evidente que lo único que le falta es hablar, porque como cantar, canta. El pichicho se acomoda a los pies de Malena y comienza a emitir un largo aullido en la bemol, que desciende bruscamente a más o menos un fa sostenido después del pisotón en el rabo que le propina Mamá, logrando que el Cachafaz ejecute una convincente representación del efecto Doppler. El mismo fenómeno que sirvió para comprobar que las locomotoras pasan de acá para allá y que el universo está en constante expansión. Exactamente igual al papelón que está haciendo Mamá.
El concierto se interrumpe bruscamente. Todas las miradas van hacia Mamá. La de la madre de Malena es especialmente helada, lo cual recuerda a Mamá, en mala hora, que la anciana dama digna es presidenta honoraria de la Sociedad Protectora de Animales.
Mamá mira sucesivamente a cada uno de los presentes, cierra los ojos, hace un puchero encantador y después huye emitiendo un gemido que recorre vistosamente toda la escala cromática. Gran consternación de la concurrencia. La única que atina a reaccionar es Malena, quien, dejando delicadamente el violoncello sobre el sofá, corre tras la pobre desgraciadita.
Mamá está hipando sobre el edredón blanco de su cama. Malena se acerca y le acaricia el pelo. Mamá se incorpora bruscamente y la mira con ojos desencajados y arrasados en lágrimas (Acá sería conveniente que el lector/a tararee alguna melodía triste, tipo “Adonde vas con este sol”, el tema de Juan Moreira, gracias, muchas gracias), como decíamos, Mamá mira a Malena y balbucea entre dientes:
- Yo...yo...te... yo te... ¡te quiero mucho, buaaaaahhhh!
Malena abraza a Mamá mientras mira desconcertada al abuelo Strómboli, que acaba de aparecer en el hueco de la puerta. Por detrás de la espalda de Mamá, los dedos de la mano derecha de Malena se juntan formando un pequeño cono y se agitan repetidas veces en sentido vertical. En respuesta, el dedo índice de la mano derecha del abuelo Strómboli se dirige a la altura de la sien, también derecha, y efectúa una serie de rápidos giros.
Puede dejar de tararear, amigo/a lector/a. Mamá ya está durmiendo la mona. Y no sueña con angelitos, precisamente.

Continuará

Episodio XII: “Pico Truncado’s blues”



(en donde asistimos estupefactos a una inaudita intromisión escénica del narrador, la familia se reúne (a duras penas) para tratar su delicada situación, pero es interrumpida nuevamente por el insólito narrador en una maniobra autorreferencial , egocéntrica y light típica de la posmodernidad más recalcitrante)



Aprovechando que los protagonistas aún están en los camarines, el narrador de este intrascendente folletín posmoderno, con un innegable sentido de la oportunidad escénica, sale furtivamente al proscenio, saluda al público lector con una profunda reverencia y dice: que agradece muchísimo a taxistas, quiosqueros, agentes inmobiliarios, docentes, libreros, científicos, chefs, fabricantes de (exquisitos) churros artesanales y demás honestos gremios el apoyo y los elogios brindados tan generosamente a su tarea, pero que por favor dejen de llamarlo “Strómboli”, que le están causando una crisis de identidad y que con vivir en este país ya tiene bastante. Aplausos. Viendo con agrado que su breve disertación ha merecido la cálida simpatía del público, el narrador se anima a despachar unos versos del Martín Fierro. Más aplausos. El narrador, decididamente en su salsa, ensaya unos pasos de zapateo americano mientras silba “Tico tico no fubá” al mejor estilo de Pepe Iglesias, “El Zorro” . Un decidido tomatazo impide que el narrador arremeta con el monólogo de Hamlet. Qué gran artista se ha perdido el mundo. Por suerte. Camine a cucha y póngase a escribir de una vez. Habráse visto, Di Benedetto, hombre grande. El narrador, con cierta patética dignidad, hay que decirlo, hace mutis por el foro, se encamina a su sucucho, se sienta frente al teclado, aprieta “enter” y así da comienzo al capítulo de hoy, que dice:

Consejo de guerra en la residencia Pérez Strómboli. La reunión es presidida por Mamá, quien parece haber superado la crisis producida por su irresuelto complejo de Electra y de esa manera ha terminado por (casi) aceptar a Malena Lezcano, la novia de su papá, como integrante de la familia.
Alrededor de la mesa de algarrobo, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, si es que las agujas del reloj tienen algún sentido , se encuentran además de Mamá: Papá, que juguetea con el control remoto, el abuelo Strómboli y Malena, tomaditos de la mano, Carlita y su novio Sebastián con las cabecitas juntas y Dante y Lautaro pateándose bajo la mesa. El benjamín Emanuel y el perro Cachafaz parecen ser los más juiciosos y se limitan a mirar y a esperar.
- Bueno – dice Mamá, las palmas apoyadas sobre la mesa – los reuní a todos porque es necesario que hablemos de la situación que tenemos aquí- ambas palmas dan un seco golpecito sobre la mesa.
- ¿Dónde eztá la zituazión, mami? – pregunta Emanuel mientras busca con los ojitos sobre la mesa.
La inocente pregunta da rienda suelta a una algarabía general ampliamente desaprobada por Mamá, que parece ser la única consciente de que el horno no está para bollos.
- La situación- dice mamá en voz muy alta y como conteniéndose – es que Papá no tiene trabajo y nos estamos quedando sin plata.
- Ah. Eza zituazión – se deziluz...digo, se desilusiona Emanuel, que esperaba algo más novedoso y divertido.
- Sí. Esa situación. Bueno: ¿qué hacemos?
- ¿La revolución? – dice el abuelo Strómboli poniendo su mejor cara de Trotski y haciendo que Malena, que esta bebiendo una infusión de manzanilla, se atragante de la risa y riegue la mesa con una fina lluvia de té.
- Qué chanchita – dice el abuelo mientras le alcanza una servilleta de papel.
- Papá: cortala, por favor.

El tenso silencio que sigue se vuelve ocasión propicia para una digresión espacio-temporal: sucede que al momento de escribir estas líneas, el narrador no se halla apoltronado como de costumbre en su habitual silla frente a su vieja computadora. No, qué va. ¿Dónde se encuentra, entonces, el narrador de este folletín posmoderno? Pues en un pueblo que parece ser, a juzgar por lo que se ve desde aquí, todo un baluarte de tiempos idos, y que lleva el nombre, no sabemos si poético, geofísico o geométrico, de “Pico Truncado”.
¿Qué qué diablos hace el narrador en Pico Truncado a las siete de la mañana, tomando un horrible café de terminal, tan horrible que es en sí mismo una experiencia terminal?
Buena pregunta. En las ocho horas que distan desde su partida de Puerto Madryn, el narrador ha tomado seis horribles cafés terminales, ha mascado chicles a mandíbula batiente, ha bajado a fumar en Trelew, ha dormido como un bendito hasta Comodoro, donde hizo trasbordo; ha bajado subrepticiamente en Caleta Olivia para hacer pipí y fumar otra vez y ha visto con consternación como el micro partía sin él, pero con su bolso, dejándolo varado en la ciudad del Gorosito. Breve momento de pánico.
Quiso la suerte que pudiera abordar otro micro casi de inmediato. Con inmenso alivio, el narrador constata que el transporte original está aguardándolo en Pico Truncado para devolverle su querido bolsito gris. Rogamos al lector que tenga la amabilidad de tararear el “Himno a la alegría” de don Ludwig van. Gracias.
Sucede que el narrador ha sido invitado a disertar en la Feria del Libro de Pico Truncado y está aprovechando lo temprano de la hora para adelantar un poco de trabajo.
Lo que a todas luces no adelanta es la historia de los Pérez Strómboli, ya que el narrador, visiblemente afectado por los acontecimientos recién referidos y también por cierta variante pedestre y económica del efecto “jet-lag” no tiene ni la menor idea de cómo continuar esta saga familiar.
El lector, o lectora, no podrá menos que aplaudir el coraje cívico del narrador, quien se anima a reconocer públicamente su absoluta falta de ideas, a diferencia de, por ejemplo, la mayoría de nuestros funcionarios públicos.
Tanta sinceridad tiene, sin embargo, un premio inmediato: el de constatar que este pastiche posmoderno está excediendo los estrechos límites de la novela convencional para convertirse en algo así como un reality-show literario, muy acorde con los tiempos que vivimos.

- Di Benedetto, si no se pone a escribir en serio, corre serio riesgo de ser nominado en cualquier momento.
- Ufa. Otra vez al maldito yugo. Y encima ganó Osama Bin Bush. Puaj. En fin. Pero no todas son pálidas: ha renacido la antigua garra charrúa: ¡Vamos Tabaré, todavía!


Continuará (si los lectores no votan en contra)

Episodio XIII ¼ “Puedes dejar tu sombrero puesto ”

(no somos supersticiosos, pero por las dudas...):

(en donde Mamá y Edward De Bono fracasan en su intento de poner orden en esta desastrosa familia, Malena nos deja bizcos con una magnífica exhibición circense, el Cachafaz se convierte en blanco móvil y, por último, se demuestra de manera contundente la eficacia de ciertos tratamientos sicoanalíticos)


Los lectores (y las lectoras) avispados/as habrán supuesto, con razón, que la reunión familiar convocada por Mamá para tratar la delicada situación económica terminó en un rotundo fracaso. Y eso a pesar de que Mamá puso en juego todos sus conocimientos acerca de las técnicas de dinámica grupal. Hasta había fabricado varios juegos de galeritas de distintos colores, siguiendo el método propuesto por Edward De Bono en “Seis sombreros para pensar”: sombrero blanco para las ideas positivas, sombrero negro para, qué original, las negativas y así. Mamá ni siquiera terminó de explicar el uso de los restantes colores: Emanuel gritó: “¡iupi, mami, organizazte una fiesta zorpreza!” y ahí se armó el tole tole. Munido de un sombrero violeta, el abuelo Strómboli imitó a Carlitos Chaplin y a John Wayne; Malena tomó un sombrero de cada color y demostró sus habilidades de malabarista, haciéndolos girar alrededor de su cuerpo cada vez a mayor velocidad hasta parecer una flor de pétalos multicolores, guau; Dante y Lautaro descubrieron una variante del tiro al pichón (el pichón era el Cachafaz) y varios otros desmanes que hicieron que Mamá se retirara ofendida hasta su habitación. En el apuro se llevó puesta la galerita amarilla, que no le quedaba del todo mal, hay que reconocerlo.

Dos días más tarde, encontramos a Mamá en el consultorio de su analista. Después de tres años de terapia, Mamá ha logrado descubrir que es profundamente infeliz:
-...estoy rodeada de locos – dice mientras las lágrimas le corren por las mejillas – de locos... y yo me estoy volviendo loca de atar... es como que todo se cayera alrededor y que a nadie le importara, estamos casi sin un peso, nos atrasamos en la cuota del auto y la única que se preocupa soy yo, soy yo... y yo no puedo más... no sé cuánto hace que el Pichu no me toca, ni siquiera me mira, se la pasa todo el día mirando televisión, dice que está deprimido ¿y yo qué?... ¿cómo me siento yo?... me siento vieja, y fea, y gorda, eso me siento yo...!
- Bueno, María Laura, creo que está siendo injusta con usted misma. Usted no es ni vieja, ni fea ni gorda...
- ¿Le parece? – pregunta Mamá, incorporándose un poco en el diván.
Desde la perspectiva del analista, así apoyada sobre un codo, los cabellos en ligero desorden, Mamá ofrece ciertamente una vista interesante: una mujer entrando en la gloria de la madurez, con todas sus partes todavía bastante en su lugar. Así que sí, sí le parece
- Bueno, ejem, sí, María Laura – responde el analista con una cierta turbación en la voz – Justamente, ejem, de eso quería hablarle... Vea, María Laura, me parece conveniente que dejemos de vernos...
- ¿Por? – pregunta Mamá, mientras un escalofrío premonitorio le recorre la columna vertebral.
- Porque... bueno, me siento, de alguna manera, cómo decirlo, ejem, atraído por usted, María Laura.
- De alguna manera... repite María Laura mientras abandona el diván con gesto de leona herida.
- Bueno, ejem, de muchas maneras... Así que... lo siento, usted comprenderá... es la primera vez que me sucede que una paciente, en fin, espero que me crea... – el tipo está colorado como un tomate, así que sí, le creemos.
El analista le alcanza la cartera y le indica gentilmente la puerta de salida. A pesar de su gesto impasible, sabemos que el tipo está medio destruido. El otro medio lo termina destruir Mamá cuando, antes de irse, le clava los magníficos ojos castaños y le espeta:
- Todos me defraudan, todos... – la puerta se cierra suavemente.

Mamá cierra los ojos con fuerza. El pecho le sube y le baja en profundas y rápidas inspiraciones y exhalaciones. Como si estuviera a punto de ahogarse, por la mente de mamá pasa en rápida sucesión la colección de imágenes que solemos llamar “nuestra vida”. La colección de Mamá es, a su propio juicio, escasa y carente de interés. Mamá siente que le sube desde las entrañas algo así como un magma ardiente, una lenta erupción de lava volcánica que le sube por el estómago y el pecho. Sin pensárselo dos veces se da vuelta y golpea con los nudillos la puerta del consultorio. La puerta se entreabre y aparece el rostro desencajado del pobre tipo.
- A ver si entiendo: usted ya no es más mi analista.
- No, María Laura, lo siento...
- Yo no. – dice Mamá empujando la puerta con el hombro, tomando al tipo de las solapas y llevándolo casi en volandas hasta arrojarlo sobre el diván.
Las escenas de alto voltaje erótico y sexo explícito y hasta implícito que siguen a continuación no pueden ser descriptas ni siquiera de manera metafórica. Siendo este diario de aparición matutina, nos hallamos en horario de protección al menor, y no queremos tener problemas de conciencia, y mucho menos de censura. Así que nos limitaremos a correr sobre esta escena un púdico velo. Floreadito.

Cuando vuelve a abrirse la puerta del consultorio devenido pecaminosamente nidito de amor, es una mujer distinta la que sale al mundo: Mamá ya no es solamente Mamá: ahora también es María Laura. Una María Laura que camina con paso liviano y decidido por la calle (ahora que le notamos un cierto parecido con una Kim Bassinger morena, la ocasión se vuelve propicia para que los lectores, a coro, tatareen “Puedes dejar tu sombrero puesto”, versión hot tipo Joe Cocker).

Esta sorprendente metamorfosis debería bastar para llamar a la reflexión a aquellos escépticos que todavía descreen de los beneficios de la terapia sicoanalítica.

(Continuará en la próxima sesión)

Nota: La lectora María Celeste Piccolo se ha hecho acreedora a un ejemplar de “Dormir es un oficio inseguro” por haber respondido prontamente a la requisitoria “¿Quién se acuerda de Pepe Iglesias ‘El Zorro’?”. Es cierto que no da pruebas fehacientes de acordarse de “El Zorro”, como por ejemplo mencionar aquella escena antológica en que Pepe canta “Ay, Esmeralda ráscame la espalda”, pero bueno, tenemos sobrados motivos para confiar en su palabra. Y agradecemos los elogios. Enhorabuena.

Episodio XIV: “Hojas de hierba”



(en donde las quejas del narrador con respecto a las vicisitudes de su trabajo pueden confundirse con un subrepticio reclamo salarial, Mamá se enfrenta a un sano complejo de culpa y asistimos, en puntas de pie, a una conmovedora y madura historia de amor )



El narrador de este folletín debe confesar que escribiéndolo no gana para sustos. No es que esté sugiriendo de manera oblicua a la dirección del diario que le aumenten el sueldo, cosa que no vendría nada mal. Lo que quiere decir el narrador es que esta historia lo somete a trajines emocionales difíciles de soportar: en algunos capítulos no pasa absolutamente nada y en otros uno vive con el Jesús en la boca. Así no hay escriba que aguante. Sin ir más lejos véase lo que pasó en el capítulo anterior: Mamá, que ahora sabemos que se llama María Laura, acaba de proveer a Papá, con la invaluable ayuda de su ex – analista, de un vistoso par de cuernos. Caramba. Hasta ese momento esto parecía “La familia Falcón” del siglo XXI. Ahora comprobamos que el más crudo realismo posmoderno se ha enseñoreado de la trama. Así dónde vamos a ir a parar.
Han pasado un par de días desde aquella memorable sesión sicoanalítica en que, en un esfuerzo mancomunado, terapeuta y paciente han hecho reverdecer los laureles de Don Sigmund Freud. En efecto, Mamá se ha curado definitivamente de unas cuantas neurosis. El analista también.
Sin embargo, Mamá, a solas ya con su conciencia, no puede dejar de sentir un ligero escozor. Cualquier observador más o menos objetivo coincidiría con nosotros en apreciar que dicho escozor tiene forma y tamaño bastante parecidos al de una culpa.
Bueno, al fin y al cabo esto habla bastante bien de la salud mental de Mamá, ya que si no sintiera culpa, aunque sea un poquito así, eso significaría que ha caído de la sartén de la neurosis al fuego eterno del comportamiento psicótico, patología brava si las hay.
Dicho de otra manera, Mamá comienza a enfrentarse de manera ineluctable a las consecuencias de sus propias acciones, y está juntando ánimos para decirle a Papá que... bueno, que... ¿cómo diablos se dice una cosa así?
Es casi la madrugada y Mamá no puede pegar un ojo. A su lado Papá duerme el sueño de los justos. Mamá está a punto de despertarlo, varias veces, pero el nudo en la garganta toma proporciones alarmantes. Decide dejarlo para otro día. Eso. Citará a Papá en algún territorio neutral, un bar por ejemplo, y ahí le dirá que... que... Qué momento, mamita querida.

Para evitar meternos de lleno en el desmadre que se viene de manera obligatoria, invitamos al lector, y a la lectora, a irnos por un rato al departamento de Malena Lezcano. Esta visita conlleva doble ventaja: la de hacernos zafar, al menos momentáneamente, del inminente bolonqui y la de permitirnos asistir a intimidades más amables.

El abuelo Strómboli está en la cama. Malena se acaba de levantar y se está dando una ducha. Y canta. Canta, sí, como ninguna. Al menos para Don Strómboli, que está enamorado hasta el tuétano a esa edad en que el amor es más que nunca un milagro.
Cuando Malena sale del baño y se detiene frente a la ventana a secarse el cabello, el contraluz del amanecer dibuja sobre su cuerpo desnudo delicados nimbos de oro y plata. Al abuelo Strómboli casi se le corta la respiración. Pero se sobrepone y murmura:
- “Tremenda y deslumbrante / la aurora me mataría / si yo no llevase ahora y siempre/ otra aurora dentro de mí”
- ¿Y eso de quién es? – pregunta Malena, que además de lindas orejitas tiene un oído perfecto.
- Walt Withman. “Canto a mí mismo”.
- Es hermosísimo.
- Vos sos hermosísima – largo suspiro.
- ¿Qué pasa?
- Nada. Cosas de viejo.
- Vos no sos viejo. Qué pasa. En qué pensás.
- En la eternidad. La eternidad existe, ¿sabés? Pero es transversal.
- ¿Transversal? ¿Cómo?
- Nuestra vida es una línea así – Strómboli dibuja con el dedo un corto segmento horizontal en el aire. Así de cortita. La eternidad es una línea así – el dedo dibuja una larga vertical – La eternidad es una línea infinita que atraviesa un punto, y sólo uno, de este segmento que es la duración de nuestra vida. Bueno, acabo de ver ese punto. Si me hubiera detenido a mirar justo ahí... bueno, me hubiera asomado a la eternidad. Pero no me dio el coraje.
- ¿Por qué?
- Porque tuve miedo de caerme en ese agujero, de morirme justo ahora, que te tengo a vos.
- Pero tal vez no te morías, tal vez te volvías eterno. Inmortal.
- Para qué.
Malena va hasta la cama y lo abraza con ternura. No tengas miedo, mi amor, no tengas miedo, le dice, pero ella también está temblando. Y así, abrazados, se duermen y ahora son un bultito tembloroso y cálido que relumbra apenas en el oscuro mar de la eternidad. Apenas dos hojitas de hierba a quienes se les permite reposar durante un fugaz instante porque han tenido el coraje de abrazarse en pleno corazón de la tormenta.

(Continuará)

Episodio XV: “To be or not to be”



(En donde, mientras Mamá se enfrenta al dilema de los dilemas, el desaprensivo narrador se entretiene con el juego de los siete errores, la olla de Papá hace blublup y la continuidad de este folletín queda a merced de un múltiple choice interactivo)



Luego del poético intermezzo vivido en casa de Malena Lezcano, no queda otra que apechugar y volver a la residencia Pérez Strómboli, en donde hallaremos a Mamá enfrentando la delicada tarea de comunicarle a su señor esposo que, digamos, ha perdido la exclusividad carnal a que le da derecho el vínculo matrimonial consagrado por las leyes y las costumbres del país. Dicho de otra manera: que le acaba de meter los cuernos nada menos que con su analista. Con el analista de Mamá, que Papá es contador y no cree en esas cosas. Ay de los incrédulos.

La escena que se desarrolla frente a nosotros podría pasar por una típica ilustración de un libro de lectura de los dorados años sesenta. Esas en que el papá lee el diario cómodamente sentado en el living, con pantuflas, pipa, robe de chambre y pañuelo al cuello, un muy bien merecido descanso después del diario trajín a que lo obliga el tener que ganarse día a día y honestamente los garbanzos para toda la familia. Un poco más al fondo vemos a la mamá, en primoroso vestidito a lunares, parcialmente cubierto por un níveo delantal que lo protege de las salpicaduras de grasa, salsas y otras porquerías en su sacrosanta tarea de preparar la cena que, además de nutritiva, debe ser agradable a la vista y al paladar. A los pies del papá, el varoncito juega con sus soldaditos de plomo. El lector perspicaz podrá preguntar que cómo le habrá ido a este niño de los sesenta en los setenta, cuando los soldaditos de plomo se convirtieron, vaya a saber por artes de qué magia negra, en milicos de carne y hueso que disparaban balas, ésas sí, de plomo y bronce. Pero eso es harina de otro costal y no encaja con el tono premeditamente light de este pastiche posmoderno. La chancletita de la familia, una linda rubiecita de lacios cabellos, no juega: ayuda a la mamá, como corresponde a una futura mujer de su casa. La lectora perspicaz podrá preguntar que cómo le habrá ido a esta nena de los sesenta en etc. etc. Rogamos a los lectores y a las lectoras perspicaces que no escorchen. Menos averigua Dios y perdona.
Dijimos que la escena en casa de los Pérez Strómboli podría pasar por una ilustración de aquellos libros de lectura perdidos para siempre. Podría pasar. Pero no pasa. Ni un poquito pasa. Ayúdennos los lectores y las lectoras a encontrar las siete pequeñas diferencias:

1.-Papá no lleva robe de chambre. Apenas si calzoncillos, camiseta de frisa, y medias a las
que habría que echarle un par de remiendos. Y tampoco pipa: Mamá ha prohibido que se
fume en la casa.
2.- El que tiene puesto el delantal, que Mamá acaba de arrojarle, es Papá.
3.- La comida que está preparando Papá dista mucho de ser agradable a la vista y al olfato.
Tampoco es nutritiva.
4.- En esta casa el único que lee el diario es el abuelo Strómboli. Ni tampoco, desde que
tiene una novia de la mitad de su edad
5.- El nene no juega a los soldaditos. El nene no juega: mira televisión.
6.- La nena no ayuda a Mamá. La nena no ayuda.
7.- Mamá odia los vestiditos a lunares, sean primorosos o no.

Descrito convenientemente el cuadro al que nos enfrentamos, podemos ir sin más ni más al meollo de la cuestión.
Mamá ha utilizado el artilugio de tirarle el delantal a la cara a Papá y de ponerlo a cocinar esa cosa pringosa que hace blublup en la olla a los solos efectos de ganar un tiempito que le permitirá meditar acerca de la cuestión que la atormenta: ¿to be or not to be? That is the question. Pero eso es de otra historia un poco más famosa que ésta. Bajemos dos cambios: ¿mentir o no mentir?. ¿Ser fiel al juramento de sinceridad absoluta que se hicieron allá lejos y hace tiempo o callarse la boca para ahorrarle flor de disgusto a ese pobre tipo que después de todo es el padre de uno de sus hijos?
Menuda cuestión, señoras y señores. Las implicancias éticas del dilema exceden con mucho los objetivos pasatistas de esta diarionovela. Qué bien salió esta frase.
No queda más remedio que apelar al formato interactivo inaugurado en el capítulo VIII y preguntar a los lectores, perspicaces o no: ¿Qué debe hacer Mamá?

a) Decir la verdad.
b) Callar para siempre.
c) Otras opciones que no se le ocurren al narrador.

Los lectores interesados en determinar el curso a seguir en esta historia pueden votar escribiendo a la dirección electrónica que figura en el encabezado. Garantizamos absoluta discreción. Gracias.
Pero compliquemos un poco más las cosas: justo ahora suena el teléfono. Carla, la nena, corre a atender, pero tropieza con el Cachafaz que justo pasaba por ahí. Carla cae encima de Emanuel, que también se había levantado a atender el teléfono. Emanuel le pega a Carla. Carla le pega al Cachafaz. El Cachafaz, buen perro como es, no le pega a nadie, pero atina a encajarle un tarascón en el culo a Carla, que dice un montón de cosas irreproducibles. Papá levanta el tubo y escucha atentamente. Después tapa con una mano el micrófono y dice:
-Pichu: es tu analista. Pregunta que cuándo querés tener la próxima sesión.

(Continuará, gracias a los lectores)

Episodio XVI: “Apocalipsis now”



(en donde, después de hacer profesión de fe democrática, el narrador delega sus funciones específicas en una cámara de cine, a Mamá le convidan torta y asistimos a una espectacular persecución callejera, todo bien Hollywood, nada de Dogma 95, que termina con más tortas, bifes y castañas)


Después de un escrupuloso escrutinio democrático, la cruda realidad: la mayoría de los lectores que, responsablemente, enviaron su voto, optaron porque Mamá le diga a Papá la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Auch.
Efectivamente, hubo un setenta y dos por ciento de respuestas “a”. Un setenta y dos por ciento de ciudadanos, y ciudadanas, que se jugaron por la sinceridad absoluta. Todo muy lindo, pero la que tiene que dar la cara es Mamá.
Además, es muy reconfortante eso de pensar que el pueblo nunca se equivoca. Pero permítasele al narrador de este pastiche posmoderno poner un poco en duda tal aserción: alcanza con recordar los resultados de las elecciones de la década del noventa. Resultados que, en el futuro no tan lejano en el que sucede esta historia, los Pérez Strómboli todavía están pagando con sangre, sudor y lágrimas. En fin, para concluir con otro lugar común, digamos que no hay sistema de gobierno perfecto y que la democracia es el menos peor. Hecha nuestra profesión de fe democrática, vayamos a los bifes. Literalmente.
Plano general de confitería paqueta. Corte a primer plano de mesa engalanada con blanco mantel. Unas manos depositan una enorme torta de cumpleaños. La cámara se aleja un poco y vemos que alrededor de esa mesa están sentadas unas amables viejecitas que se encuentran festejando el onomástico de la mayor de ellas. En la mesa del fondo están Papá y Mamá. Mamá está hablando. Papá revuelve su café interminablemente. No podemos escuchar lo que está diciendo Mamá, un poco porque Joaquín Sabina canta a demasiado buen volumen y otro poco por el batifondo que hacen las octogenarias, que son maestras jubiladas. Mamá mira a Papá y dice una frase de un tirón. Papá pega un respingo, volcando el pocillo de café. Mamá hace un gesto con ambas manos, como diciéndole “calmate un poco”. Papá se levanta de un salto y le tira con la cucharita. Cámara lenta. Las viejitas comienzan a girar la cabeza hacia la mesa del fondo. Papá camina hacia la cámara. Específicamente hacia la torta. Toma la bandeja y vuelve hacia donde está Mamá. Papá levanta la torta por encima de su cabeza. El mozo y una de las viejitas se levantan y comienzan a correr hacia Papá. Cámara lentísima. Primer plano de la cara del mozo que abre la boca en un grito interminable y que suena bastante gordo: ¡noooooooooo....! Tarde. Mamá ya está hecha un asco. Chorrea mousse de chocolate hasta por las orejas. Dos rodajas de durazno en almíbar agregan su toque de color vivaz: no olvidemos los aspectos estéticos del drama. La cámara vuelve a su velocidad normal de veinticuatro fotogramas por segundo, que son bastantes. La viejecita llega hasta mamá, le lanza una mirada entre la conmiseración y el desprecio y le arranca la velita que le ha quedado incrustada a Mamá en el rodete.
Papá ha salido hecho una tromba. Hecho una furia. Hecho polvo. Camina sin sentido y casi sin sentidos. Decimos casi porque evidentemente no ha perdido el del gusto. Mientras camina se chupa los dedos. Papá es fanático de la mousse de chocolate.
Munidos de un steady-cam que permite estabilizar la cámara evitando esos feos barquinazos tan desprolijos, seguimos a papá en su carrera hacia ningún lugar. Momento. Papá se detiene. Pero la cámara sigue de largo y se queda un rato enfocando a un vendedor de panchos, que saluda con la manito. Breve desconcierto del cameraman. La cámara busca a papá. Allá va. Ha cambiado de dirección y ahora camina con paso decidido. No sabemos adonde va. Pero podemos imaginarlo. Uy. uy, uy. Acá arde Troya.
Primer plano de chapa de bronce que dice “MARCELO GÓMEZ BOURGUIGNON – SIQUIATRA”. El detalle es para aquellos lectores un poco lentos de entendederas. De nada.
Papá abre la puerta de la antesala del consultorio. Hay un señor alto y de barba en la sala de espera. Esto desconcierta un poco a Papá, que no esperaba terceras personas en la escena. Se sienta al lado del señor alto y de barba, que está quieto, muy quieto, casi rígido.
-Perdón, ¿no sabe si el doctor está con alguien? - fuerza una sonrisa Papá.
El tipo gira los ojos, pero no la cara, como si tuviera el cuello duro.
- No, está solo, hablando por teléfono. Me dijo que esperara. Es la primera vez que vengo... A mí me lo recomendó un amigo. Me vine desde Puerto Madryn.
- Perdón, ¿pero usted no tendría que ir mejor a un traumatólogo?
- Ojalá, mi amigo, ojalá fuera un problema de huesos... – el tipo baja la voz hasta un susurro imperceptible - ¡me estoy convirtiendo en monumento!
- ¿Qué?
- Lo que oye. Primero empecé a escuchar voces. Pasaba por una plaza y ¡zas! escuchaba hablar a las estatuas... Ahora están tratando de convertirme en una. ¡Para mí que quieren dominar el mundo! – el tipo extiende una mano con esfuerzo – Carlos Nacher, mucho gusto.
Papá le toma la mano, que, efectivamente, parece de mármol.
- Perdone... ¿le importaría si entro a intercambiar una palabras con el doctor...?
- Haga nomás...
En ese momento se abre la puerta del consultorio. Papá se levanta y enfrenta al doctor
Gómez Bourguignon
- Oh, no – dice el médico, reconociéndolo.
- Oh, sí – dice papá tomándolo de las solapas, metiéndolo adentro y cerrando la puerta
con el pie.
Rogamos a los lectores que se tomen el trabajo de imaginar cinco minutos de violencia extrema. El narrador es pacifista. Gracias.
Sale Papá. El señor alto y de barba se asoma a mirar el estropicio.
- Creo que el doctor no va atender por un par de días. ¿Me acompaña? – dice Papá
amablemente, mostrando una faceta de humor cínico que no le conocíamos y que abre interesantes perspectivas para este personaje.
- No, gracias – dice Nacher - Mejor me quedo a reanimarlo, al pobre. Al fin y al cabo uno
no tiene el corazón de piedra.



(continuará)