14/2/09

Episodio XXIII: “El asadito ”



(en donde el narrador, repuesto a medias de su esgunfiez, retoma la historia, los Pérez Strómboli luchan por la expansión territorial, Mamá y el Cachafaz actúan una escena de Hichtcock y Lautaro esgrime su sinceridad cual cuchillo envenenado)


Después del traspié discepoliano del capítulo anterior, y superada la fase aguda de su esgunfiez, el narrador se halla más o menos dispuesto a continuar la historia. Era hora.
Recapitulemos: durante la parranda de fin de año, los Pérez Strómboli deciden irse todos juntos de vacaciones a la casita de veraneo puesta a disposición por la tía Anita. Mamá y Papá han decidido gastarse los últimos morlacos atesorados en el banco (evidentemente, ya nadie se acuerda del corralito del cavallito) En estos diez días de dolce far niente que tienen por delante intentarán dar un nuevo curso a sus vidas, bastante estropeadas, por cierto. Recordemos que Papá sigue sin trabajo.
La última vez que supimos de ellos iban a bordo de un micro medio cachuzo y cuya atmósfera olía a sentina de barco esclavista. La comparación no es del todo justa. Para los barcos esclavistas. Hay que tener en cuenta que en la época en que el Padre Bartolomé de las Casas tuvo la brillante y caritativa idea de sustituir la explotación inhumana de indios americanos por la explotación inhumana de negros africanos, aún no se había inventado el desodorante de ambientes.
La cosa es que, sea como sea, llegaron a destino y se instalaron como pudieron en la casita de dos dormitorios, jardincito delantero, patio atrás, con quincho a medio terminar desde hace treinta y dos años. La distribución demográfica, luego de arduos combates por la conquista de determinados territorios, quedó así:
- Dormitorio 1: Papá y Mamá, cama matrimonial, Emanuel, colchón en el piso.
- Dormitorio 2: Malena Lezcano, Doña Raquel, Tía Anita y Carla, en sendas camas cuchetas.
- Living: abuelo Strómboli, sofá de tres cuerpos, Dante, Lautaro y Sebastián, bolsas de dormir.
- Baño: Cachafaz, más precisamente en el bidet.
- Quincho: fue declarado zona neutral y, gracias al subrepticio aditamento de una colchoneta inflable,
convertido en albergue transitorio para atender las urgencias conyugales que tarde o temprano han de producirse.
El Cachafaz fue el único que no se quejó ni una sola vez por la ubicación que le había tocado en suerte. La que sí se quejó, y cómo, fue Mamá. Por respeto a la sensibilidad de algunos lectores y lectoras, omitiremos los detalles más escabrosos de la siguiente escena:
Seis de la mañana. A la luz incierta del amanecer, Mamá, semidormida, se levanta a hacer pis. Hace. A continuación, guiada por su estricto sentido de la higiene, se sienta en el bidet y abre el agua caliente. Se escucha un gruñido y después, sin solución de continuidad, un aullido escalofriante, no sabemos si emitido por Mamá o por el Cachafaz. Una escena digna de Alfred Hitchcock, pero interpretada por Groucho Marx en camisón y por una versión subdesarrollada de Rintintín. Una verdadera pesadilla para cinéfilos.
En fin, con una aplicación de Pancután en la panza del pichicho y dos miligramos de alplax para Mamá las cosas volvieron más o menos a la normalidad, si es que tal cosa existe en esta familia.
Día dos. El día uno no lo contamos porque para qué. Se les fue en acomodarse. En cambio el día dos comenzó ya movidito, con ese asunto del bidet. La Tía Anita, ayudada por Malena y Doña Raquel, preparó un desayuno monumental: tostadas, dulce de leche, manteca, pasas de uva, higos secos, nueces, y un pan dulce sobrante de las fiestas. A eso de las nueve todos enfilaron a la playa. Todos menos Papá, que ha decidido agasajar a su familia con un asado de aquellos. Cualquier criollo que se precie sabe que para esas cosas hay que tomarse su tiempo. Así que el tipo va a la carnicería, elige costillar de primera, lo hace cortar con una precisión milimétrica, inspecciona con ojo crítico chorizos, morcillas y chinchulines, sopesa un par de pollos, carga dos buenas bolsas de leña, pasa por la verdulería, compra lo necesario para una refrescante ensalada y de paso se afana un cajón, en el almacén de al lado anota una damajuana de totín y tres gaseosas de las grandes y así, cargado como un burro, llega a casa. Mientras se repone del esfuerzo, planea las acciones subsiguientes. Nada de apurarse. Primero, un buen fuego. Ramitas. Bollitos de papel. Maderita de cajón. Leñitas. Leñotes. Fosforito. No hay fosforito. Va renegando hasta el almacén y compra una caja de cuatrocientos. Ahora sí: fosforito. Mientras las llamas trepan amorosamente (es una manera de decir), Papá descorcha la damajuana, se sirve un buen vaso, se sienta frente al fuego y pone cara de Don Segundo Sombra. Trata de que se le ocurra algún pensamiento gaucho-filosófico, pero nada. Se decide entonces por ir a sumergir los chorizos en agua fría, no sin antes someter la parrilla a la acción purificadora del fuego. Cuando las brasas comienzan a recubrirse de una afelpada capa de ceniza, las toma cuidadosamente con la palita ad hoc y las disemina bajo la reja de hierro. Ahora el momento cumbre: la distribución de la carne sobre la parrilla. Los pollitos aquí, las costillas allá, los chorizos y otras menudencias acullá. Esto, señores, es más que rigor científico: esto es arte puro. Acá importan tanto los diferentes tiempos de cocción como el efecto estético, la adecuada combinación de colores, la disposición geométrica, la gradación sutil. La superficie de la parrilla se ha convertido en una obra conjunta de Rembrandt y Picasso. Papá está orgulloso de sí mismo. Y esto le ocurre pocas veces en la vida, pobre Papá.
Mientras tanto llegan los integrantes de la familia. Hambrientos como lobos, se apiñan y aúllan alrededor de la parrilla. Papá los espanta con el atizador. Su tarea requiere soledad y concentración.
Las mujeres preparan la ensalada. Los chicos distribuyen los platos y cubiertos. Se sientan todos alrededor de la mesa, expectantes. Llega Papá con una fuente llena de chorizos, chinchulines y morcillas. Gruñidos de satisfacción. Con medio partido ganado, Papá se hace rogar un par de veces y después trae una tabla rebosante de jugosas, sonrosadas costillas. La tabla recorre la mesa en sentido inverso a las agujas del reloj. Se detiene frente a Lautaro, quien se limita a mirarla como si contuviera los restos mortales de una zarigüeya y después dice:
- ¿No hay algo que no esté crudo?
Corte a primer plano de la cara de Papá: la sonrisa primero se le congela, después se le derrite y finalmente vuelve a petrificarse en una mueca de odio:
- El asado se come así: crocante por fuera y rosadito por dentro.
- A mí me gusta cocido por fuera y por dentro – insiste Lautaro, pese a las pataditas que le propinan Mamá, Carla, el abuelo Strómboli y hasta la tía Anita. Y, después, fríamente, toma con las puntas de dos dedos el trozo de carne y lo deja caer directamente sobre las fauces abiertas del Cachafaz.
- Bueeenooo....- gime Mamá – ¡un aplauso para el asadooooor!
Pero ya es tarde. La herida ha sido inferida. Y es profunda. Y envenenada con curare. Papá se derrumba irremediablemente. En el silencio de la siesta sólo se escucha la masticación frenética del Cachafaz.

(continuará)

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