13/2/09

Episodio XXXVI: "El regreso de Facón Grande"


(En donde el abuelo Strómboli comprueba que ya no quedan anarquistas como el Gallego Soto, Malena espanta a un moscardón y Papá está a punto de ser enviado a ver como crecen los rabanitos desde abajo)


El cónclave está teniendo lugar en el salón de usos múltiples de la Agrupación Anarquista “Sacco y Vanzetti”. En realidad lo del anarquismo es una pantalla que oculta los verdaderos fines de la docena de viejitos que integran la agrupación: juntarse para jugar al truco y al tutte cabrero y, básicamente, para trasegar los varios litros de vermouth con fernet con que suelen bajar las pantagruélicas cantidades de salame, queso y papitas fritas aportadas por los socios.
Además de los anarco- juerguistas, están presentes el abuelo Strómboli y el Toño Beltramo, un periodista de larguísima trayectoria que actualmente se encuentra gozando de una licencia sin goce de haberes por tiempo indeterminado. El Toño Beltramo estaba investigando las actividades de un par de empresarios metidos a políticos. Digamos que husmeó un poco más de la cuenta y la dirección del diario lo puso de patitas en la calle. En un país civilizado el Toño Beltramo hubiera ganado un premio de nivel internacional, digamos el Pulitzer, y los principales medios periodísticos le estarían ofreciendo sendos contratos a cuál más jugoso. En honor a la verdad, también hay que decir que en cualquier país, civilizado o no, podrían haberle metido un balazo en la nuca. En Argentina el Toño Beltramo sobrevive escribiendo para un par de revistas deportivas, para una de las cuales vende publicidad. Pero sobrevive, por ahora.
- El asunto es así – está diciendo el abuelo Strómboli – a mi yerno lo secuestraron durante el asalto al banco. Acá con el Toño creemos que lo del robo fue una excusa para llevarse al gerente del banco, haciendo creer que lo tomaban como rehén...
- No sabía que tu yerno era gerente... - dice uno de los viejitos, escupiendo un carozo de aceituna.
- No, mi yerno estaba ahí de casualidad. Había ido a pedir trabajo.
- Ya me parecía. No tiene cara de gerente.
- Acá la pieza clave es Bevilacqua, el verdadero gerente – interviene el Toño – Yo lo conozco desde hace rato. Está metido hasta acá – el Toño se señala el cuello – en una montaña de bosta. Lavado. Bancos off – shore. Maniobras con bonos de la deuda externa, toda esa mierda.
- Un chancho burgués – dicen a coro varios viejitos.
- Ni eso. Es un vulgar intermediario. Un perro a sueldo. Y bastante jetón. Le gusta darse dique con la poca guita que le tiran los verdaderos capos. Es fácil de apretar.
- Y bué. Vamo’ a apretarlo – apunta otro de los viejitos, que dice ser sobrino nieto de Facón Grande.
- No es tan fácil. Sabemos que Bevilacqua está retenido en la casa. Pero afuera hay unos canas de custodia. En un auto. Le cortaron el teléfono. Tenemos que meternos en la casa para hablar con él. Y acá es donde los necesitamos a ustedes- Strómboli los señala con un amplio ademán circular- necesitamos que armen algún quilombo en esa cuadra.
- Nosotros ya no estamos para quilombos. Yo ya ni puedo ver una foto de una mina que me sube la presión – los viejitos largan la carcajada.
- En serio, che. Mi yerno es un bolas tristes, pero es un buen tipo.
- Bueno – dice el sobrino nieto de Facón Grande – podemos pedirles una mano a los piqueteros de acá a la vuelta. Mi nieto anda con ellos. Son unos atorrantes desclasados, pero de vez en cuando hacen algo. Está bien. Negociemos.
- ¿Negociar? - dicen a coro Toño y Strómboli.
- Claro. Queremos que nos des permiso para poner tu cara en las remeras. Ya sabés: “Dios es ateo” y eso.
- ¿Pero ustedes qué clase de anarquistas son?
- Anarquistas posmodernos, joven Strómboli, anarquistas posmodernos.
- Tá bien. Pongan la foto – gruñe resignado Strómboli.
- Muchachos: ya tenemos la cancha de bochas. Vamo’ a ver a los desclasados.

Mientras los viejitos se dirigen a negociar con los de la agrupación piquetera – piensan ofrecerles el uso de la cancha de bochas 50% off – vayamos a la residencia Pérez Strómboli.
Para dicha de Buonarotti, el inspector de Interpol Aquiles Ludueña, su jefe, lo dejó como guardia y custodio de Mamá y, delicia de delicias, de Malena Lezcano, que justamente le está ofreciendo un tecito. La verdadera intención de Malena es alejarlo de Mamá, que hace como media hora que está soportando el asedio amoroso de este tipo que se cree James Bond.
- Gracias – dice meloso Buonarotti – Muy amable, señorita...
- Malena. – dice Malena.
- Malena: qué hermoso nombre. Bueno, hace juego con usted, je, je. ¿Su papá se fue?
- ¿Mi papá?
- El señor canoso, de bigotes.
- No es mi papá. Es mi novio.
- Ah. – después de una breve desilusión, Buonarotti se anima, pensando que está frente a una presa fácil – Por lo visto a usted le gustan los señores maduros – dice poniendo cara de señor maduro.
- Por lo visto a usted le gusta meterse en cosas que no le importan en absoluto. La señora y yo vamos a descansar. Puede sentarse en el porche a tomarse el té. Buen provecho – dice Malena abriendo la puerta. Es una reina, esta Malenita.
Buonarotti, caballero de la triste figura, se queda bajo el alero del porche, tacita de té en mano y preguntándose de que marca era el tractor que acaba de pasarle por encima.

A varios kilómetros de allí, paradero desconocido, Papá está sentado en un sucio camastro preguntándose qué cornos hace sentado en un sucio camastro en lugar de estar en su casa haciendo zapping en chancletas. Papá es de esos que todavía confían en las instituciones, aún las delictivas, y por eso piensa que de un momento a otro alguien se va a dar cuenta de que está ahí por error, le van a pedir disculpas y le van a pagar el taxi hasta su casa. En esas gratas ensoñaciones anda cuando escucha que se abre la puerta. Entra un encapuchado. Lleva un celular en la mano, con el que apunta a Papá. Aprieta un botoncito. El encapuchado comprueba que la foto salió bien y aprieta una serie de botoncitos más. Después sale y cierra la puerta con llave.
- Ahí le mandé la foto– dice en el micrófono del celular.
- A ver- dice una voz ronca del otro lado. Un instante después una puteada de varios decibeles por encima de lo tolerable hace que el encapuchado pegue un saltito.
-¡Se equivocaron de tipo, pelotudos! ¡Y encima me conoce!
- Qué hacemos con el perejil- dice el encapuchado, que sabe que no vale la pena pedir disculpas.
- Si no llamo en dos horas, ya saben. Y plántenlo lejos. Y en un pozo bien hondo.

(continuará)

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