14/2/09

Episodio XVIII: “Polvo de estrellas”



( en donde al volver a casa después de su tierna reconciliación, Mamá y Papá descubren que al infierno del Dante se le ha agregado un décimo círculo, el Cachafaz expía el pecado de la gula, se conocen las verdaderas razones históricas del viaje de Gauguin a Tahití y Mamá descubre que con los ojos llenos de lágrimas también se pueden ver las estrellas)


Las cosas están así: mal.
Después de la dramática aventura vivida por Papá y Mamá, aventura que incluyó, como en las buenas malas películas que nos inocula Hollywood un par de veces por semana, sexo ilícito, celos, persecuciones, trompadas y final feliz con ramillete de marimoñas en prenda de paz y amor eterno, la pareja, en plena acongojada reconciliación vuelve a casa y se encuentra con un cuadro dantesco, salvo que al bueno del Dante Alighieri no se le habría ocurrido ni por las tapas este décimo círculo del infierno en que el abuelo Strómboli, con la entusiasta colaboración de sus nietos, ha dejado convertida la casa, si es que puede llamarse así a ese lugar que está más enharinado que un molde de torta. Eso sin contar los ñoquis adheridos a paredes, cortinados, cuadros y artefactos electrónicos varios que pueblan la casa.
Ni hablar del estado lamentable en que ha quedado el Cachafaz. Esta bestia tragaldabas, acostumbrada a embucharse cuanta cosa más o menos comestible caiga a su alcance, se ha zampado unos tres cuartos kilos de masa cruda. Convertido en una especie de zeppelín peludo y lastimero, el pichicho arrastra su desgracia por la alfombra beige del living sin que nadie le preste la más mínima atención. Parece ser que el de la gula es de los pocos pecados capitales que reciben siempre castigo inmediato y terrenal. Cualquiera que haya sufrido un buen dolor de panza por incontinencia lo sabe, sin necesidad alguna de explicaciones teológicas. Con el resto de los pecados se puede llegar a zafar, especialmente si uno tiene un par de sólidas conexiones con el poder terrenal. El Viejo Vizcacha tenía razón. En este país nunca faltan palenques ande rascarse.
El abuelo Strómboli está sentado en un sofá del living, que ha quedado misteriosamente a salvo de los efectos de la Guerra de los Ñoquis. La mirada baja y contrita, espera con resignación la filípica que tarde o temprano vendrá a endilgarle su señora hija, que en este momento está, espátula en mano, desprendiendo ñoquis de la pared color borravino.
Con un suspiro, Mamá arrastra una silla blanca frente a su padre y se sienta, sin ver el ñoqui arteramente disimulado por el color del mueble. El abuelo está a punto de avisarle, pero sabe que cualquier palabra que diga será usada en su contra, y así deja que mamá apoye sus asentaderas sobre el trocito de pasta, que pasa a mejor vida, literalmente, convirtiéndose en una vistosa estrella adherida a esa suculenta parte de la anatomía de Mamá.
Mamá vuelve a suspirar, junta las manos, dedo contra dedo, hace un chasquido con la lengua, mira a su padre directamente a los ojos y dice, sin énfasis: por qué.
El abuelo Strómboli permanece mudo.
- A ver, papá, explicame por qué no puedo irme un rato de esta casa y después volver y encontrar de nuevo, como decirlo, mi casa, y no esta... esta... ¡porquería!
- Eso es una forma de ver las cosas, hija... Vos no pensás que...
- Papá: ¡Callate!
- Me callo.
- Explicame, a ver.
- A vos quien te entiende.
- No me tomes el pelo, encima.
El silencio subsiguiente es interrumpido por un sonoro ¡poc! producido por un ñoqui que acaba de desprenderse de la reproducción de “Noche estrellada” de Van Gogh. Hay que decir que el ñoqui no desentonaba demasiado entre las retorcidas estrellas del maestro holandés. Qué no hubiera dado el pobre y famélico Vincent por comerse ese ñoqui. “Querido Theo”, le hubiera escrito a su hermano, “las cosas mejoran lentamente: hoy comí un ñoqui. Para festejar me tomé un poco de aguarrás. Gauguin se burló de mí diciéndome que soy un campesino bestia que no sabe que a las pastas italianas hay que acompañarlas con un buen Chianti. Lo corrí con el revólver. Creo que el pobre Gauguin no paró de correr hasta Tahití. Esa noche, todavía con hambre, me miré en el espejo. Hice un descubrimiento sorprendente: mi oreja derecha se parece a un ñoqui. Creo que un día de éstos voy a invitar a una amiga a cenar”
Pero volvamos a nuestro presente. El abuelo sabe que lleva todas las de perder. Mamá está muy enojada. Así que opta por envolverse en un manto de silencio bastante abrigado, pero que le tira un poco de sisa.
Como buena mujer que es, los reproches de Mamá no se limitan al desastre presente, sino que va ensartando quejas contra quejas. Las primeras se remontan a sus recuerdos intrauterinos. Después vino aquello del triciclo y la muñeca. Y la vez que no la dejó ir a bailar. Y la vez que se olvidó de su cumpleaños. Y cuando dejó a su legítima esposa por aquella estudiante de ciencias políticas. Acá Mamá se levantó furiosa. “Eso fue al calor de la situación pre-revolucionaria que vivía el país en los sesenta” estuvo a punto de justificarse Don Strómboli, pero la mirada fríamente asesina de su hija lo hizo desistir. Mientras los reproches se acumulan como una montaña de profiteroles agrios, los chicos, que se habían refugiado en sus habitaciones, se animan a salir y, silenciosamente, van rodeando al sofá del abuelo.
- Mamá, perdonalo al abuelo... – se animó Dante – el lío lo hicimos nosotros...
- Si, María Laura – dijo Carla – el abuelo nos quería explicar cosas, nada más...
- Mamá, con el abuelo aprendí más que en toda la secundaria... – terció Lautaro...
- Zí, mamá. Y enzima ganamoz loz zubdesarrolladoz, que zomos los buenoz...
Mamá, ante esta decidida defensa, se queda desconcertada. Para disimular, echa una mirada en torno y lo ve a Papá con la vista fija en su trasero.
- Y vos que estás mirando? – pregunta Mamá, ya un tanto ablandada.
- El cielo, el cielo estrellado – dice Papá, tomándola de la mano y llevándola a la habitación matrimonial. Allí, frente al espejo, le muestra la estrella de harina y puré de papas que refulge sobre la nalga derecha de mamá. La mano de Papá dibuja el contorno de la estrella.
- Estar con vos es como tocar el cielo con las manos- le dice Papá en el oído, mientras hace lo que dice.
Mamá sonríe por primera vez en semanas, y los ojos se le llenan de lágrimas. Lágrimas que, contraviniendo el conocido refrán, no le impidieron ver las estrellas. Y eso que esa noche papá le hizo ver muchas, muchas estrellas. Y de todos los colores.



(continuará)

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