14/2/09

Episodio XXI: “Un camino largo y sinuoso”

(o capítulo 1 de la parte 2, para los lectores y lectoras que, como el narrador, se marean con tantas cruces y palitos. Como diría Obelix: ¡están locos estos romanos!)

(en donde el narrador admite que segundas partes pueden llegar a ser buenas, se explicitan las causas de una desastrosa decisión tomada por la familia en pleno, doña Raquel está al borde del soponcio y se asiste a una bizarra sinfonía olfativa)

Los Pérez Strómboli podrán adolecer de muchos defectos, pero no se les puede negar, al menos, una virtud: la de tener un coraje a toda prueba. En efecto, han decidido irse todos juntos de vacaciones. Cualquier persona en su sano juicio preferiría ir a pasar un par de meses con una tribu de jíbaros enardecidos. Pero esta gente no escarmienta.
El narrador tampoco. El capítulo XX (20) tenía un final lo suficientemente feliz como para decir: hasta aquí llegamos. Pero nada: el tipo se aventura con la segunda parte de este folletín posmoderno. Es decir, ha decidido enfrentar valientemente ese lugar común que dice que “segundas partes nunca fueron buenas”. Pero la frasecita de marras suele aplicarse a primeras partes que han sido resueltas con cierto decoro, gracia y buen oficio. Como éste no es el caso, el narrador arremete con cierta tranquilidad con la Parte II (2), sabiendo que sólo queda ir mejorando.
Bueno, let it be. La cuestión es que tenemos a los Pérez Strómboli a bordo de un micro de dos pisos cuya planta alta han colonizado casi por completo: Papá, Mamá, El abuelo Strómboli, Malena, Doña Raquel (la mamá de Malena) Carla, Sebastián, Dante, Lautaro, Emanuel, la tía Anita y el Cachafaz, que viaja disimulado en una canasta a la que, para despistar, han agregado algunos quesos de olor un tanto, digamos, vehemente, olor que surte el doble efecto de camuflar el olor a perro y de narcotizar al pobre bicho, que jamás pudo soportar el camembert.
¿Qué cómo hemos llegado a esta situación crítica que presagia calamidades, tropelías y desaguisados al por mayor?
Hay dos teorías:
a) Al momento de tomar la decisión de irse todos juntos a estropearse la vida a otra parte, aún no se habían disipado las vapores etílicos de la madrugada del primero de enero.
b) La decisión fue tomada mientras aún subsistía el sentimiento de liberté, igualité, fraternité que embargó a todos los miembros de la familia mientras bailaban la danza de “Zorba el Griego”, ese clásico de todos los tiempos de los hermanitos Bentivoglio. La danza comenzó de manera bastante organizada: todos en ronda, tomados de los hombros, levantando la patita derecha al unísono y mascullando a coro aquello de “taaa- á -ta –ta-ta-ta-ta –ta –ta, taaa- á -ta –ta-ta-ta-ta –ta –ta”, mientras se trataba de poner la mejor cara de Anthony Quinn posible. La venerable danza griega degeneró en una especie de tarantela siciliana demente, una especie de todos contra todos, que terminó con todos por el piso y todos muertos de risa. El narrador cree innecesario aclarar que lo de “muertos” es una metáfora, una licencia poética, y que después de la parranda no hubo que lamentar víctimas fatales. El único herido de la noche resultó ser el Cachafaz, animalito de indudable espíritu de autosacrificio, que intentó apagar un petardo con la patita izquierda. Patita que desde hace una semana lleva bañada en pervinox, pancután y pomada de caléndula, un aporte de Malena Lezcano, que es fanática de la medicina homeopática.

La cuestión es que, en algún momento de esa madrugada, la Tía Anita puso a disposición de toda la familia la casita veraniega que pertenece a su familia desde tiempos no digamos inmemoriales, sino más bien que no vale la pena memorar. Se escuchó un “¡Síiiii! a coro y bastante afinado, pese a las circunstancias y la falta de ensayo. Y acá estamos, a bordo de un micro que huele insoportablemente a camembert, milanesas, salame, cerveza y falso Chanel N° 5, made in Singapur.
Los lectores y las lectoras versados/as en la historia de la familia Pérez Strómboli podrán escandalizarse por esta brusca pérdida de status, por este regreso a un casi pintoresco primitivismo. Bueno, qué pretenden los/las lectores/as versados/as. Los Pérez Strómboli son clase media en franco descenso y con perspectivas de aterrizaje forzoso y desastroso. Se acabaron los viajes a Miami y Camboriú. El auto ya no está en condiciones de ir ni hasta la esquina. Hay que apechugar. De ahora en más, con suerte, micro y sánguches de milanesa a bordo.
Los únicos felices arriba del micro son el abuelo Strómboli y Malena. El abuelo, porque estos viajes le recuerdan los picnics de su juventud, cuando todo el vecindario se subía al camioncito del verdulero del barrio y se trasladaba con todos sus petates a la orilla de algún río.
Malena está contenta por razones un tanto más académicas: como antropóloga, no encontraba tanto material de estudio e investigación desde su convivencia con la tribu Yaualapití, en pleno corazón del Matto Grosso.
La que está al borde del soponcio es doña Raquel, mujer de fino olfato y delicado sistema auditivo. Y eso que como Presidenta Honoraria de la Sociedad Protectora de Animales suele visitar seguido a los trescientos y pico de perritos, y perritas, que son sus protegidos/as. Si vamos a respetar las cuestiones de género, hagamos las cosas como corresponden, y extendamos nuestra corrección política al resto del reino animal.
El viaje transcurre nocturno y aburrido. De tanto en tanto se escucha un:
- Mamá, quiero piz.
Y un:
- Pasame la mayonesa.
Y un:
- Ahora no, que nos pueden ver.
Y un:
- Creo que el micro pisó un zorrino.
Pero, el narrador lamenta tener que aclararlo, los zorrinos no huelen tan mal. Así que, para no tener que entrar en mayores explicaciones, démosle paso a un incoloro, insípido y felizmente inodoro: continuará.

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