14/2/09

Episodio X: “Terminator Vs. Alien”


(en donde, después de contestar con una sinceridad poco habitual en estos casos el correo de lectores, el autor decide retomar la historia, Mamá no termina de decidir con qué peinado enfrentará a su nueva madrastra, a Papá se le cae el sacacorchos y el Cachafaz brinda una ruidosa aprobación a la mayonesa casera de Mamá )


Haciendo gala de una sinceridad poco habitual en este tipo de emprendimientos, el autor debe confesar que ha recibido quejas de parte de algunos lectores, quienes esperaban de papá una actitud más aguerrida, o siquiera menos sumisa, con respecto a su anunciada lucha contra la multinacional yanqui que tras dieciocho años de servicio intachable lo despidió sin causa. Bueno, lo que se dice sin causa, sin causa, no: la sustitución de papá por algún contador tailandés que trabaje el doble por percibir la tercera parte de su sueldo no es moco de pavo: le permitirá a la multinacional ahorrar unos cuantos morlacos por mes. Y papá es uno entre doscientos. Apenas doscientos mártires sacrificados a la santa causa de la economía de mercado: paparruchas.
Bien, no eludamos nuestra responsabilidad autoral: estábamos hablando de las quejas de lo lectores. Hemos recibido también una furibunda protesta de parte de la ØRGÅFËST (Organización Feminista de Estocolmo) Cuando logramos traducirla del sueco, vimos que decía algo así como: “...la actitud típicamente machista del autor es lamentable: adjudica a Mamá un rol reaccionario, al hacerla aparecer como quien impide a Papá luchar por lo que es justo. La escena de los tubazos de aerosol con que Mamá reprime a Papá sólo pudo ser concebida por una mentalidad cavernícola...”
(Qué puedo decir, mis estimadas señoritas suecas, salvo que soy un autor con mentalidad cavernícola que escribe sobre una familia con mentalidad cavernícola. Al lado de Mamá, Vilma Picapiedra es Susan Sontag)
Pero volvamos a la historia: después del emotivo intermezzo que significó contar la verdadera historia del Cachafaz, un artilugio utilizado por el autor para eludir contar la triste situación que transita la familia Pérez Strómboli, no queda otra que apechugar y darle para adelante.
Las tribulaciones de mamá están lejos de llegar a su término. No sólo se ha convertido en la esposa de un flamante desocupado, sino que está a punto de estrenar madrastra, ya que el abuelo Strómboli parece decidido a sentar cabeza de una buena vez por todas y ha anunciado su noviazgo oficial con una tal Malena Lezcano.
Mamá está frente al espejo. No termina de decidir su peinado. Quiere causarle una buena impresión a la tal Malena. Una impresión, digamos, de unas cincuenta toneladas aplicadas en sentido vertical descendente. Quiere aplastarla como a una cucaracha. Vieja de mierda que viene a robarle a su papá.
Faltan apenas minutos para que el abuelo Strómboli llegue con la chirusa esa. Mamá levanta sus cabellos, los deja caer, hace y deshace primorosas trencitas, se hace rodete, lo atraviesa con palitos chinos, se saca con furia los palitos chinos y los clava en el puf de terciopelo, enrosca un mechón en el dedo índice para formar un lánguido bucle sobre la mejilla izquierda y termina por partir su melena en dos, con raya al medio, como siempre. Justo a tiempo, porque desde la cocina comienza a llegar un inquietante olor a pollo calcinado. Mamá baja como una tromba y se zambulle frente a la puerta del horno. La abre y logra sacar a tiempo el pollo relleno. Un poco doradito tal vez, pero nada grave.
Papá está preparando la mesa. Sus tristes ojos se desvían a cada rato hacia la pantalla apagada del televisor: mamá le ha prohibido, por esta noche, las delicias el zapping. Papá está sufriendo de síndrome de abstinencia electrónica.
Emanuel y el Cachafaz juegan en el living. Dante y Lautaro también sufren por la abstinencia de sopapos impuesta por Mamá. Se aburren frente a la biblioteca, ese armatoste repleto de misteriosos adminículos llamados “libros” que tanto parecen gustarle al abuelo y a mamá. Carla y Sebastián están en alguna parte jugando a algún juego muy silencioso y muy entretenido.
Suena el timbre. Emanuel corre a abrir la puerta.
Con el corazón en la boca y en la mano una manga repleta de mayonesa que olvida dejar en la cocina, mamá se asoma al living, enfrentando la puerta de entrada. La puerta se abre lentamente. Una eternidad tarda la maldita puerta en abrirse. Mamá ve primero la mano del abuelo Strómboli sobre el picaporte. Ve que el abuelo, galantemente, le cede el paso a una señora muy bien puesta de sesenta y pico largos. De un vistazo mamá comprende que la tal Malena es una encantadora e inofensiva abuelita y corre, exultante, a sus brazos:
- ¡Malena! ¡Papá me habló tanto de vos! ¡Muac, muac! – los besos aéreos suenan como latigazos en el repentino silencio que se hace todo alrededor.
- Nena, ejem, ¡nena! – la voz del abuelo suena ahogada e incómoda - La señora es la mamá de Malena... Malena es... te presento a Malena...
Como herida del rayo, mamá deja de besuquear a la anciana y gira lentamente la cabeza, temiendo lo peor. Y como esta familia se rige absolutamente por las leyes de Murphy, lo peor ocurre.
Las miradas de todos convergen hacia la aparición que acaba de manifestarse en la puerta de entrada.
A Papá se le cae el sacacorchos. Los ojos le brillan por primera vez en semanas. A pesar de su aturdimiento, a mamá no se le escapa el detalle: la venganza será terrible.
Breve descripción de Malena Lezcano: treinta y tres años, melenita negra de corte carré, piel aceitunada, enormes ojos ambarinos, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca: proporciones áureas por donde se la mire y movimientos modestos y delicados. Bajo la ropa sencilla, casi austera, se adivinan curvas y sinuosidades y turgencias que hacen que los organismos de Dante y Lautaro, que acaban de asomarse al living, redoblen su ya de por sí hiperactiva producción hormonal.
- ¡Ah! – dice lastimeramente Mamá – Qué... sorpresa... ¡Je! – Mamá comienza a forzar una dolorosa sonrisa, desmentida absolutamente por su mano derecha, que se cierra cual garra de King Kong sobre la manga decoradora, que no tiene la culpa de nada, pobre, y que termina exhalando un potente chorro de mayonesa que se amontona en un gracioso rulito sobre la alfombra beige del living.
En el ominoso silencio que sigue a continuación, sólo se escuchan los lengüetazos angurrientos del Cachafaz, que indican sin lugar a dudas que a Mamá la mayonesa casera le sale muy, pero muy buena.

Continuará

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