14/2/09

Episodio XXIV: “El regreso de Sandokan”


(en donde Malena, palangana en ristre, libra su primera batalla contra la globalización)


A diferencia del narrador, los Pérez Strómboli se están tomando unas, no sabemos si merecidas, vacaciones. Apiñados en la casa de la tía Anita, han trasladado su desmadre cotidiano a alguna playa argentina en donde viven la ilusión de ser felices por diez días. Bueno, tampoco tan felices, ni siquiera ilusoriamente. Por ejemplo, Papá no le habla a Lautaro por haberle criticado el punto de cocción del asado. Mamá está enojada con Papá porque Papá, para referirse a Lautaro dice: “tu hijo ”, con un “tu ” empapado en bastante ácido nítrico. Mamá le devuelve a Papá un “tu hija”, refiriéndose a Carla, que en efecto es hija de Papá y no de Mamá, así como Lautaro y Dante son hijos de Mamá y no de Papá. El narrador no entiende por qué se sienten ofendidos estos personajes, si al fin y al cabo no hacen más que decirse la verdad. Por motivos que sería largo y tedioso enumerar, a los cinco días de estar ahí, Carla no le habla a Dante, Dante no le habla a la tía Anita, la tía Anita no le habla a la vecina, Papá y Mamá se hablan, pero harían mejor en callarse y el Cachafaz no le habla a nadie, gracias a todos los santos, que lo único que nos haría falta en esta historia es un fenómeno de circo.
Otros dos que se hablan poco y nada son Malena y el abuelo Strómboli, pero éstos por motivos que nada tienen que ver con el disgusto, sino más bien todo lo contrario. Les gusta dar largos paseos silenciosos por la playa y la ciudad. Malena, con su largo vestido blanco sobre la piel morena, camina seria y callada, pero feliz.
Varios lectores le han preguntado al narrador que cómo es eso de que una mujer joven, bellísima, inteligente, simpática, de buena posición y educada en las mejores escuelas y universidades se haya enamorado de un viejo jubilado y gruñón. Y socialista, que es algo así como ser un fósil viviente. El narrador lamenta decir que no tiene la menor idea. A veces los personajes se salen del libreto. Se podría argumentar, como explicación, que don Strómboli tiene su pinta de galán maduro, que en Malena puede haber un Edipo no muy bien resuelto, que esto es un capricho de pobre niña rica y que patatín y que patatán. Nada. No se puede entender. Pero ahí están, caminando felices y callados.
El abuelo Strómboli siente el repentino antojo de tomarse unos martinis en la playa. Así que se meten en un hipermercado. “Esto es Babilonia” piensa Strómboli, atacado en su extrema sensibilidad por las luces, el ruido y el gentío. Rebuscan un poco en varias góndolas y se hacen de lo necesario: martini seco, vodka, aceitunas y dos copas. Sin perder tiempo, se dirigen a la “caja rápida”. La cola es como de sesenta metros.
La niña a cargo de la caja está, a todas luces, en su primer día de trabajo. Cada tres artículos consulta una lista de precios, cada cinco grita “¡anulación!” y espera a la supervisora, que viene munida de tarjeta magnética y cara de pocos amigos. Veintisiete minutos después, la fila ha avanzado unos pocos metros y el abuelo Strómboli comienza a ponerse nervioso. Levanta la cabeza y masculla. Saca la pipa y Malena se la vuelve a guardar en el bolsillo. Comienza a emitir carraspeos de indignación y al final dice, en voz tal vez un poco alta:
- Cómo extraño a mi almacenero.
Malena, que se la ve venir, le hace un gesto tranquilizador. Pero eso es como darle un caramelo “Media hora” a un león hambriento y con acidez estomacal.
- ....Don Pancho... - dice Strómboli en voz cada vez más alta- fumaba unos charutos apestosos y tenía las uñas negras y un delantal roñoso, pero había que ver cómo envolvía los fideos sueltos en un cacho de papel. Y siempre te regalaba un chocolatín... – y sin solución de continuidad, destapa la botella de vodka y le da un largo trago.
- Juan Carlos, me parece que eso no se puede hacer acá... – dice Malena bajito, mirando de reojo al tipo de la vigilancia, que ha comenzado a interesarse en la escena.
- Sí que se puede hacer, Mirá. – otro trago, del doble de extensión del primero.
- Señor – dice el vigilante, que se ha apersonado en cuatro largas zancadas: está prohibido consumir alimentos en el salón.
- No te hagás problema, pibe: les pago la botella y el contenido me lo llevo puesto – otro trago, más largo todavía. Malena no sabe dónde meterse.
- Señor, me va a tener que acompañar a la gerencia – dice el de vigilancia.
- Dale pibe, así le convidamos al gerente – otro trago más.
- Basta, señor – dice el esbirro e intenta tomarlo del brazo. Strómboli se zafa, medio tambaleante
- Pibe: yo hace sesenta años que veraneo acá. ¿Sabés que había acá, antes de que instalaran esta puta Babilonia? Una plaza. Con calesita. Y al lado estaba el almacén de don Pancho. Y un baldío en donde, bueno, se podía conversar tranquilo con la novia, ¿me entendés?. Yo estaba acá antes que ustedes y nadie me va a decir qué puedo y qué no puedo hacer. Tomátelas. O si querés, tomate un trago- y le alcanza la botella.
- Juaaaan Caaaaarlos – gime Malena, pero ya es tarde.
El de vigilancia intenta sacarle la botella. Don Strómboli da un paso atrás y le tira un manotazo. El vigilante lo agarra de las solapas. Tres uniformados se acercan y rodean a Strómboli, que está dispuesto a vender cara su vida. El abuelo alza la botella y ataca, al grito de ¡Sandokaaaaaan!. Los esbirros tratan de agarrarlo. Strómboli está hecho una furia, pero cuatro son demasiado. El esbirro número uno se extralimita en su labor y le mete un gancho al hígado. Malena sale de su estupefacción. Le están pegando a su hombre, y la lucha es desigual. Y si hay algo que Malena no soporta, es la injusticia. Corre a la sección bazar y agarra una sartén de hierro. Se detiene en seco, porque le salta la ficha pacifista. Así que vuelve, cuelga la sartén y elige una palangana de plástico. Hecha una diosa guerrera, corre al lugar de la batalla, levanta el artefacto por encima de su cabeza, dice en voz baja “qué horror” y descarga el primer palanganazo.

Tres horas después salen de la comisaría. Malena va adelante, diciendo “quévergüenzaqué vergüenzaquévergüenzaqueverg...”. Unos pasos atrás, Don Strómboli camina cabizbajo y con un ojo en compota. Zafaron bastante bien del asunto, aceptando pagar los daños. Malena amenazó al gerente con denunciarlos por agresión injustificada y lesiones varias. El gerente arrugó. Y además el oficial a cargo resultó ser nieto del viejo calesitero erradicado, así que, por una vez, la policía estuvo de lado del abuelo Strómboli. Algo parecido a la justicia poética.
Pero Malena está furiosa con Strómboli. Se sienta en un banco de la placita vecina a la comisaría y se queda mirando fijo hacia delante.
- Perdoname, mi amor...- musita don Strómboli, sentado en la otra punta del banco, con tal cara de pollito mojado que, puesto al lado, el Cachafaz parecería Humphrey Bogart.
- ¿Que te perdone? ...te portaste como un... como un... ¡pendejo!
- No sé que me pasó... tengo bronca adentro... es como si, no sé...
Malena no dice nada por un largo rato. Después se levanta, cruza la calle, se mete en un mercadito ruinoso y un minuto después sale con una botella de agua mineral y dos vasos de papel. Llena los vasos, le da uno al compungido Strómboli, levanta el suyo y brinda:
- Salud, mi Sandokán de cuarta...
- Salud, mi tigrecita de Mompracem...
Allá enfrente el sol del atardecer brilla sobre cada rompiente.
Así, seguramente, brillaban las olas cuando los praos de Sandokan y Yañez las surcaban raudamente para ir a darle la última batalla al maldito Rajah de Sarawak.

A Emilio Salgari

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