14/2/09

Episodio XXIX: "Todos tienen algo que esconder excepto yo y mi mono"


(en donde el Cachafaz sufre un doloroso encuentro con los aforismos de José Naroski, el abuelo Strómboli se quiere morir y comprobamos que Mamá tiene cierto parecido con el Avispón Verde)


Han pasado varios días desde aquella noche fatal en la que Malena, aduciendo oscuras razones, o, más bien, no aduciendo ninguna, le cortó el mambo al abuelo Strómboli. Así que aquí lo tenemos a este viejo caballero indigno, hecho un ánima en pena. Tirado en el sofá, con una barba de seis días y un cansancio de casi siete décadas, Strómboli masculla incoherencias. El mostacho blanco se ha vuelto amarillento y se le escurre por los costados de la boca como sendos canarios muertos. Juan Carlos Strómboli sufre la peor de sus penas de amor. Y eso que ha tenido unas cuantas.
El Cachafaz, que es por lejos el habitante más empático y afectuoso de esta casa, trepa al sofá y anida en el hueco de su estómago. Con aire distraído, el abuelo acaricia y palmea la cabeza del pichicho, que malinterpreta el gesto como una invitación a jugar. La alegría resultante provoca en el cánido una descarga adrenalínica que actúa inmediatamente sobre el microchip que tiene puesto en lugar del cerebro. El Cachafaz se pone a saltar sobre el estómago del abuelo, machucándole de paso las partes pudendas. Ahora vemos al Cachafaz cruzar raudo los aires del living, pasar por encima de la cabeza de Mamá y estrellarse finalmente contra la biblioteca. El Cachafaz, por puro instinto de conservación, clava las zampitas en las filas de libros. Durante una fracción de segundo logra un precario equilibrio, pero después se viene abajo arrastrando consigo Los Aforismos Completos de José Narosky, específicamente los tomos 8 y 9, libros pesados si los hay. Los libracos le dan en el marote, provocando que el Cachafaz emita un aullido desgarrador y emprenda una huída hacia lugares menos insalubres. De más está decir que reprobamos enérgicamente esta violencia inútil y que nos solidarizamos con el sufrimiento del Cachafaz, pobre almita inocente.
- ¡Papáaaa, mirá lo que le hicistes a los libros! – rezonga Mamá, evidentemente mucho menos empática que el Cachafaz, para nada tan solidaria como nosotros y bastante floja en gramática.
- Vafanculo. – dice el abuelo Strómboli y voltea hacia la pared.
- Mirá, papá, no te la agarrés conmigo ¿eh?
- Vafanc...
- ¡Terminala con esa palabrota!
- No es una palabrota: son cuatro. Va – fa – n’- culo. No entendés nada de napolitano básico.
Mamá respira hondo mientras cuenta hasta diez. La saludable oxigenación de su cerebro le permite vislumbrar que, si su papá está en condiciones de utilizar su habitual sarcasmo, entonces la cosa tal vez no sea tan grave. Decide sondearlo sutilmente:
- Papi: ¿se puede saber qué carancho te pasa?
- No. Y, por favor, no digas “carancho”. Se dice “carajo”. No sea mal hablada, m’hija.
- Es por Malena ¿No?
- ¿Qué Malena?
- Papá: no te hagás el otario.
- Soy un otario.
- ¿Qué pasó? ¿Se pelearon? Esas son pavadas. Vas a ver que mañana van a estar bien otra vez.
- Me dijo que “se quiere tomar un tiempo”.
- Ah. Un tiempo. – y la voz de mamá suena lo suficientemente lúgubre como para que Strómboli se de vuelta y la mire por primera vez.
- ¿Qué quiere decir ese “ah”?
- Nada. – dice Mamá, pero pone cara de “yo sabía que esto iba a pasar”
- Me quiero morir. – dice el abuelo Strómboli, dándose vuelta otra vez contra la pared.

A unas cuantas cuadras de allí, en su departamento, Malena Lezcano no la está pasando mucho mejor. Eso sí, tiene un aspecto mucho más presentable que el del abuelo Strómboli. Envuelta en una bata blanca, se la ve muy hermosa y muy triste.
Sobre la mesa ratona, al lado del portarretratos con la foto de Juan Carlos Strómboli, está el misterioso sobre venido de Francia. Malena lo toma, saca un papel amarillo, lo desdobla y lo lee por enésima vez. Los ojos se le llenan de lágrimas. Se recuesta en el sofá y cierra los ojos durante mucho tiempo.
Una hora después se levanta, va hasta su habitación, se saca la bata y comienza a vestirse. Después va al baño y se maquilla lo suficiente como para disimular las huellas del llanto. Justo en ese momento suena el portero eléctrico. Malena atiende y dice “ya bajo”.
Abre la puerta para salir al palier, pero se detiene un momento. Después regresa, va hasta la mesita ratona, toma el retrato de Strómboli y lo guarda en un cajón de la biblioteca. Ajá. Conque ésas tenemos.
Frente a la puerta del edificio, un hombre espera mirando fijamente hacia el interior. Malena sale del ascensor y camina hacia la puerta. A través de los cristales ve al hombre. Se detiene. Ambos se miran larga e intensamente separados por el frío paño de cristal. Después abre lentamente la gran hoja de madera y vidrio, avanza unos pasos y se arroja, literalmente, a los brazos del desconocido. Desconocido para nosotros, claro. Parece que Malena Lezcano tiene sus secretitos.
En la vereda de enfrente, escondida detrás de un diario y de unos anteojos negros que le dan cierto parecido con el Avispón Verde, Mamá presencia pasmada toda la escena. Espera que ambos entren al edificio, baja el diario, se saca los anteojos y después murmura:
- Ajá. Conque esas tenemos – el narrador sabe que la frase no es muy original y que, pa’peor, está escrita unas líneas más arriba, pero por el momento no se le ocurre nada mejor.

(continuará)

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