14/2/09

Episodio XXVI: "Damas de Honky Tonk"


(en donde después de una cinematográfica recapitulación, el narrador decide premiar los esfuerzos de Papá con un final feliz, pero poco después pierde el hilo de la historia y se despacha con una historia personal. Escritores eran los de antes)


Algunas escenas del capítulo anterior (volviendo a nuestra experiencia interactiva, rogamos a las lectoras y lectores (¿las damas primero?) que tarareen “Un hombre y una mujer”, onda dúo Yves Montand – Jacqueline Bisset, que no sabemos si afina pero, en sus tiempos, estaba requetebuena ):
- Papá y Mamá se escapan al quincho con la firme intención de hacer cositas – Corte a atrevido primer plano en donde Papá hocica con entusiasmo en el cuello de Mamá y zonas adyacentes – Primerísimo primer plano de los ojos de Mamá, que pasan del arrobamiento al ceño fruncido y a la levantada de cejas - Corte a panorámica de la colchoneta, miserablemente desinflada, que cuelga en un rincón del quincho (no se puede negar que la toma es una metáfora astuta) – Corte a plano americano de Mamá, que sonríe socarrona mientras le alcanza la colchoneta desinflada a Papá, sosteniéndola con dos dedos, como si fuera una gallina desmayada – Fundido lentísimo a Papá, sentado en el suelo, soplando desesperadamente. La cámara se aleja hacia arriba. Papá se va haciendo cada vez más pequeño, perdido en la inmensidad de la noche. La toma simboliza la lucha aislada del hombre del siglo XXI contra la tiranía de los objetos impuestos por la sociedad de consumo. Fundido a negro – Fin de la recapitulación. Sí, también pueden dejar de tararear, estimadas/os lectoras/es.

Acá el narrador es asaltado por la tentación del chiste facilongo, tipo la resolución burda a que nos tienen acostumbrados ciertas comedietas televisivas argentinas con altísimo rating. Por ejemplo: a la hora de los bifes, Mamá vuelve al quincho y lo encuentra a papá derrengado sobre la colchoneta a medio inflar, con los pulmones a la miseria. Nada de eso. Papá infló tanto la colchoneta que ésta acabó pareciendo un zeppelín a punto de despegar. Fue hasta el cuarto donde mamá estaba leyendo, semidormida. La cargó en brazos, la llevó hasta al quincho y la depositó con violenta ternura sobre el artefacto inflable. Lo que sigue a continuación pertenece a la historia íntima de los personajes, que también tienen derecho a su privacidad, qué joder.
Así que vayamos a husmear la intimidad de los otros personajes. Emanuel y todos los mayores de la familia duermen a pata suelta. Bueno, casi todos. Doña Raquel permanece en vela, tratando de decidir si la torturan más los ronquidos del abuelo Strómboli o los de la tía Anita. Y eso que don Strómboli duerme en el living. Algo así como un sismo grado seis en la escala Richter escuchado desde el país de al lado. Pero esto, como situación dramática, no promete demasiado. Mejor nos trasladamos al boliche donde Dante, Lautaro, Carla y Sebastián han ido a festejar el fin de las vacaciones. Sí, a festejar.
Acá el narrador se enfrenta a un problema insalvable, ya que no tiene la menor idea de qué cosas hacen los adolescentes en un boliche bailable. Hay que tener en cuenta que la última vez que este escriba se asomó a una disco, los Bee Gees cantaban con voz de pito “Manteniéndose vivo” Y Rod Stewart berreaba “¿Crees que soy sexy?”. Hace mucho, mucho, mucho tiempo y en una galaxia muy lejana. E. T. phone home.

Hablando del tema, y aprovechando que el capítulo de hoy parece haber descarrilado definitivamente, el narrador se decide a contar una experiencia verdadera y personal, lo que, de paso, le permitirá escribir en primera persona. Esto de referirse a sí mismo en tercera es medio esquizofrenizante, salvo que uno sea Maradona.
Hace de esto tres o cuatro años. Yo estaba en una ciudad relativamente cercana, de visita en la casa de un amigo escritor más o menos de mi edad, pero notoriamente afecto, por ese entonces, a conseguir el cariño de señoritas de menos de veinticinco. Todo un gavilán pollero. Me pidió que lo acompañara a un reducto juvenil que era su habitual coto de caza. Con cierta resignación, ya que me inclino más a gozar de los encantos que la madurez agrega a la condición femenina después de los
ta y cinco, me decidí a ir con él.
Nada más llegar, mi amigo me dejó solo en medio de esa semioscuridad sofocante. No era exactamente un boliche bailable, sino más bien una cueva rocker. Había cerca de quinientos pibes, adolescentes y no tanto. Nadie bailaba. No sé que hacían, salvo tomar cerveza y hablar a los gritos. Me abrí paso hasta la barra y pedí una ginebra. La música no estaba nada mal. Dos o tres metros más allá divisé a mi amigo, que estaba concentrando todos sus cañones sobre una niña de unos veintidós años, cabellera roja estilo afro, pantalón ajustado a cada una de sus curvas, ombliguito al aire, florcita tatuada al final de la columna vertebral y mirada de vení-que-te-almuerzo. Un verdadero tizón del infierno.
Cuando terminé la ginebra, y después de constatar que mi amigo había hecho notables progresos con la pelirroja, decidí irme. Tomé la campera, emboqué con el puño la manga derecha y estiré el brazo, con tanta mala suerte que le encajé un cross a la mandíbula a un pibe que pasaba por ahí con una botella de un litro de cerveza en la mano. El chico se protegió la cara con la mano libre y gritó: “¡Eeeeh! ¡Está bien, no me pegues más, te convido”. Me gustó su sentido del humor, así que acepté la botella y le di un trago. Desde los parlantes atronaban los Rolling con su “Damas de Honky Tonk”. Iniciamos una achispada conversación. Hablamos de música, de política y de bueyes perdidos y vueltos a encontrar. Una chica petisita se acercó, meneándose al son de los Redonditos.
- Te presento a mi novia – me dice el pibe.
Yo me incliné a darle un beso, pero ella dio un paso atrás, señaló con el pulgar hacia la puerta de salida y graznó:
- Éste no es lugar para los “papis”. Así que: afuera.
- Yo no soy tu papá.
- Igual: afuera. Acá no queremos viejos.
Yo me quedé mirándola callado, pero con bastantes ganas de mandarla al carajo. El pibe la tomó del brazo.
- Che, no seas mala onda. Este tipo es recopado...
Cuando me alejé seguían discutiendo a los gritos. El frío de la calle me golpeó de lleno y lancé una carcajada de alivio. Después de reflexionar un rato, me dije que aquella piba había actuado así porque tenía miedo. Yo era un extraño invadiendo su territorio. Un territorio hecho de tiempo y no de espacio. Lo suyo fue una verdadera defensa tribal ¿Pero por qué su novio tuvo otra actitud? ¿Una historia familiar distinta? Puede ser.
Caminé las calladas y solitarias calles de esa ciudad desconocida pensando en este mundo de principios de milenio. Un mundo poblado por muchas, demasiadas, tribus llenas de miedo y, por lo tanto, de odio y pocos, muy pocos, seres humanos de verdad, de esos capaces de abrirse al misterio de lo desconocido.
La mayoría de nosotros somos todavía, mucho me temo, unos reverendos talibanes.

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