14/2/09

Episodio XIII ¼ “Puedes dejar tu sombrero puesto ”

(no somos supersticiosos, pero por las dudas...):

(en donde Mamá y Edward De Bono fracasan en su intento de poner orden en esta desastrosa familia, Malena nos deja bizcos con una magnífica exhibición circense, el Cachafaz se convierte en blanco móvil y, por último, se demuestra de manera contundente la eficacia de ciertos tratamientos sicoanalíticos)


Los lectores (y las lectoras) avispados/as habrán supuesto, con razón, que la reunión familiar convocada por Mamá para tratar la delicada situación económica terminó en un rotundo fracaso. Y eso a pesar de que Mamá puso en juego todos sus conocimientos acerca de las técnicas de dinámica grupal. Hasta había fabricado varios juegos de galeritas de distintos colores, siguiendo el método propuesto por Edward De Bono en “Seis sombreros para pensar”: sombrero blanco para las ideas positivas, sombrero negro para, qué original, las negativas y así. Mamá ni siquiera terminó de explicar el uso de los restantes colores: Emanuel gritó: “¡iupi, mami, organizazte una fiesta zorpreza!” y ahí se armó el tole tole. Munido de un sombrero violeta, el abuelo Strómboli imitó a Carlitos Chaplin y a John Wayne; Malena tomó un sombrero de cada color y demostró sus habilidades de malabarista, haciéndolos girar alrededor de su cuerpo cada vez a mayor velocidad hasta parecer una flor de pétalos multicolores, guau; Dante y Lautaro descubrieron una variante del tiro al pichón (el pichón era el Cachafaz) y varios otros desmanes que hicieron que Mamá se retirara ofendida hasta su habitación. En el apuro se llevó puesta la galerita amarilla, que no le quedaba del todo mal, hay que reconocerlo.

Dos días más tarde, encontramos a Mamá en el consultorio de su analista. Después de tres años de terapia, Mamá ha logrado descubrir que es profundamente infeliz:
-...estoy rodeada de locos – dice mientras las lágrimas le corren por las mejillas – de locos... y yo me estoy volviendo loca de atar... es como que todo se cayera alrededor y que a nadie le importara, estamos casi sin un peso, nos atrasamos en la cuota del auto y la única que se preocupa soy yo, soy yo... y yo no puedo más... no sé cuánto hace que el Pichu no me toca, ni siquiera me mira, se la pasa todo el día mirando televisión, dice que está deprimido ¿y yo qué?... ¿cómo me siento yo?... me siento vieja, y fea, y gorda, eso me siento yo...!
- Bueno, María Laura, creo que está siendo injusta con usted misma. Usted no es ni vieja, ni fea ni gorda...
- ¿Le parece? – pregunta Mamá, incorporándose un poco en el diván.
Desde la perspectiva del analista, así apoyada sobre un codo, los cabellos en ligero desorden, Mamá ofrece ciertamente una vista interesante: una mujer entrando en la gloria de la madurez, con todas sus partes todavía bastante en su lugar. Así que sí, sí le parece
- Bueno, ejem, sí, María Laura – responde el analista con una cierta turbación en la voz – Justamente, ejem, de eso quería hablarle... Vea, María Laura, me parece conveniente que dejemos de vernos...
- ¿Por? – pregunta Mamá, mientras un escalofrío premonitorio le recorre la columna vertebral.
- Porque... bueno, me siento, de alguna manera, cómo decirlo, ejem, atraído por usted, María Laura.
- De alguna manera... repite María Laura mientras abandona el diván con gesto de leona herida.
- Bueno, ejem, de muchas maneras... Así que... lo siento, usted comprenderá... es la primera vez que me sucede que una paciente, en fin, espero que me crea... – el tipo está colorado como un tomate, así que sí, le creemos.
El analista le alcanza la cartera y le indica gentilmente la puerta de salida. A pesar de su gesto impasible, sabemos que el tipo está medio destruido. El otro medio lo termina destruir Mamá cuando, antes de irse, le clava los magníficos ojos castaños y le espeta:
- Todos me defraudan, todos... – la puerta se cierra suavemente.

Mamá cierra los ojos con fuerza. El pecho le sube y le baja en profundas y rápidas inspiraciones y exhalaciones. Como si estuviera a punto de ahogarse, por la mente de mamá pasa en rápida sucesión la colección de imágenes que solemos llamar “nuestra vida”. La colección de Mamá es, a su propio juicio, escasa y carente de interés. Mamá siente que le sube desde las entrañas algo así como un magma ardiente, una lenta erupción de lava volcánica que le sube por el estómago y el pecho. Sin pensárselo dos veces se da vuelta y golpea con los nudillos la puerta del consultorio. La puerta se entreabre y aparece el rostro desencajado del pobre tipo.
- A ver si entiendo: usted ya no es más mi analista.
- No, María Laura, lo siento...
- Yo no. – dice Mamá empujando la puerta con el hombro, tomando al tipo de las solapas y llevándolo casi en volandas hasta arrojarlo sobre el diván.
Las escenas de alto voltaje erótico y sexo explícito y hasta implícito que siguen a continuación no pueden ser descriptas ni siquiera de manera metafórica. Siendo este diario de aparición matutina, nos hallamos en horario de protección al menor, y no queremos tener problemas de conciencia, y mucho menos de censura. Así que nos limitaremos a correr sobre esta escena un púdico velo. Floreadito.

Cuando vuelve a abrirse la puerta del consultorio devenido pecaminosamente nidito de amor, es una mujer distinta la que sale al mundo: Mamá ya no es solamente Mamá: ahora también es María Laura. Una María Laura que camina con paso liviano y decidido por la calle (ahora que le notamos un cierto parecido con una Kim Bassinger morena, la ocasión se vuelve propicia para que los lectores, a coro, tatareen “Puedes dejar tu sombrero puesto”, versión hot tipo Joe Cocker).

Esta sorprendente metamorfosis debería bastar para llamar a la reflexión a aquellos escépticos que todavía descreen de los beneficios de la terapia sicoanalítica.

(Continuará en la próxima sesión)

Nota: La lectora María Celeste Piccolo se ha hecho acreedora a un ejemplar de “Dormir es un oficio inseguro” por haber respondido prontamente a la requisitoria “¿Quién se acuerda de Pepe Iglesias ‘El Zorro’?”. Es cierto que no da pruebas fehacientes de acordarse de “El Zorro”, como por ejemplo mencionar aquella escena antológica en que Pepe canta “Ay, Esmeralda ráscame la espalda”, pero bueno, tenemos sobrados motivos para confiar en su palabra. Y agradecemos los elogios. Enhorabuena.

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